EL REGAJO
1998.
28 de septiembre.
Día de San Wenceslao.
No ha sido fácil escudriñar en ese cajón que hace algún tiempo apareció bajo el hueco de una escalera del Museo Municipal y en el que se mezcla de todo, sin orden ni concierto.
(Aprovecho la ocasión para agradecer al concejal de Cultura del Ayuntamiento, así como al archivero municipal, sus esfuerzos para que pudiera curiosear libremente entre los restos hallados).
Me ha llevado varios días descifrar las páginas siguientes, y más aún a la mortecina luz de una lamparilla sobre una mesa rodeada hasta lo inimaginable de libros y paquetes. Como me ha resultado curiosa, tanto la historia como la posible coincidencia que posteriormente voy a añadir, no me resisto a transcribir la carta. Que el que lea saque las conclusiones que quiera. Yo tengo las mías.
Al fin y al cabo el desarrollo de la Historia no es más que la concatenación fortuita de hechos que, a simple vista, parecen inconexos.
...... ...... ...... ......
“1781.
29 de junio.
Día de San Pedro.
Es noche de luna nueva.
Todo son sombras y desde el bote, meciéndose en silencio en el agua, divisamos la línea de contravalación casi a nuestras espaldas. Oímos las risas y el ruido de cacharros que anuncian que ahí, bajo la Roca, en esa explanada inmensa surcada de trincheras y fortines de sacos terreros a nuestra derecha, los ingleses se disponen a tomar un bocado.
El viento de poniente nos trae el olor a comida.
Un estómago ruge a mi lado y, por un momento, temo que el tremendo ruido nos descubra. Pero sólo son temores míos.
Somos diez, y nuestro propósito es pasar las líneas por levante en una chalupa plana, desembarcar detrás de éstas, cruzar el istmo arrasando lo que podamos y salir de nuevo al mar por la zona de Poniente. Allí no habrá chalupa que valga. Al agua y, a golpe de braza, alcanzar la playa que es parte del terreno amigo.
Cuando tomamos tierra, las posiciones del enemigo han quedado atrás.
Ante nosotros tres o cuatro casas, en una de las cuales se ve luz, unos mil metros de tierra y, más allá, de nuevo el mar que se encierra en la bahía...
Hemos llegado a las casas y comprobamos que, efectivamente, están vacías, a excepción de la que parece que, confiada por su proximidad al Peñón, luce como un faro en la oscuridad.
Dentro se oyen risas y gritos. Mujeres y hombres.
- ¡Curro – me dice Juan el Peras a la vez que me arrea un codazo en las costillas – me parece que ésta es una casa de putas!
En un susurro le contesto que así es mejor que siempre es bueno pillar al inglés con los pantalones bajados. Nunca sabe si echar mano al fusil o a los pantalones para mantener la compostura.
Se ríe casi en silencio. Preparamos las armas.
Entramos como un vendaval y arrasamos todo a sangre y fuego. Juan el Peras ríe y ríe dando mandobles con un pesado sable de caballería hasta que el mosquetón de uno de los pocos que han decidido olvidarse de los pantalones le vuela la caja de dientes.
Hay que darse prisa, antes de que los Royal Scots Fusiliers, que tienen sus cuarteles a unos quinientos metros de aquí, se despierten y decidan ajustarnos las cuentas.
En total son nueve los soldados que encontramos en la casa. Tan sólo tres mujeres, tres de las putas que pasan clandestinamente las líneas y que sirven tanto para un polvo como para una confidencia sobre nuestras posiciones. Perico el Largo y Alonso las obligan a subir al piso de arriba. No sé cómo se las apañan estos imbéciles, pero en los momentos en que más prisa tenemos les da a ellos por forzar a cualquiera que se les pone por delante. ¡Y al menos esta vez son mujeres!
Les gritamos y ellos gritan más. La confusión es enorme, pero entre el griterío oímos las trompetas del cercano cuartel de los escoceses que tocan a generala. ¡Hay que salir de aquí!
Cortamos las cabezas de los nueve galanes y, en tres sacos, las arrastramos fuera de la casa.
Al final, tan sólo tres salimos por la puerta después de poner cargas de mecha rápida en todos los rincones. Cinco de los nuestros se han quedado allí y otros dos, follando. ¡Allá ellos!
Las explosiones nos pillan casi desprevenidos a pocos metros de la construcción. Una estaca se clava en el saco que yo llevo, pero no hago caso. La adrenalina me da fuerzas y en unos cuantos minutos estamos ya lejos.
Junto a la playa del Oeste, mientras a lo lejos empiezan los cañones y morteros a tirar a ciegas contra la línea, descansamos un momento. Al frente, casi invisibles en la negrura del mar, las lanchas cañoneras de Barceló abren fuego contra los posibles asentamientos de las baterías del inglés. La bahía se llena de crujidos, silbidos y explosiones que iluminan como relámpagos la escena. El sudor me corre a chorros.
Luisillo Piernas grita de excitación.
- ¡Agua! ¡Agua!
Y se lanza como un poseso hacia un regajo que, entre unos cañaverales, desemboca al mar a unos pocos pies de nosotros.
Antes de lanzarse al agua con el macabro saco atado a su espalda, se atiborra de agua.
- ¿Tú no bebes?
- No – le contesto - es agua inglesa. De esa agua no beberé.
Se encoge de hombros y, satisfecha su sed, nos echamos al agua.
Cuesta trabajo nadar con ese peso muerto – y nunca mejor dicho - a la espalda si además el viento, aunque leve, da de cara. Pero al cabo de un rato, que para mí es un siglo, estamos sanos y salvos en nuestra orilla.
Por la mañana, el caporal de suministros nos trae nueve picas bien afiladas en su extremo y largas, suficientemente largas.
El bombardeo de la noche, mientras nosotros estábamos haciendo barbaridades, no ha causado más que ruido.
Tanto como el que ahora se está produciendo. Están enfadados porque hemos puesto las cabezas capturadas en las piquetas. Los comprendo. No es agradable ver a tus compañeros, o parte de ellos, al aire libre frente a ti, rodeados de gaviotas. ¡Pero que se jodan! Estaban en el sitio equivocado en el momento más oportuno.
Esto es terrible. Menos mal que dentro de una semana me mandan a San Roque. Y de allí, a casa, a la meseta. A seguir cuidando ovejas, que es lo mío. No me gustaría verme como ellos. Y, ciertamente, ya no me veré así...”
...... ...... ...... ......
En la colección del Gibraltar Chronicle de esa época no se registra lo que nuestro desconocido personaje narra en las cartas.
Pero sí hay una crónica (G.C. 8 de julio de 1781, pg 2) que, resumida, narra como una patrulla inglesa, dos días antes, ha emboscado entre las líneas españolas y Campamento, camino de San Roque, a una reata de bestias guiada por 3 soldados de los que uno muere en la refriega y los otros dos son hechos prisioneros. Después de matar a los animales, los dos soldados son llevados a Gibraltar. Mas ni siquiera son juzgados. Las tropas de los baluartes de primera línea los han ajusticiado.
Furiosos por el macabro castigo que días antes han recibido algunos de sus compañeros, han empalado a los prisioneros y, como pendones inertes, los han mostrado al enemigo ante uno de los baluartes dobles de la línea durante dos días. Más ha sido imposible dada la estación y la rápida descomposición que sufren los organismos con el clima de esta época.
Cuenta el narrador anecdóticamente que, sabedores de su suerte, y antes de ser ajusticiados, uno de ellos ha pedido agua con grandes gritos y signos de locura, no aceptando la que se le ofrecía, sino la de un regajo cercano cuya existencia describió con toda exactitud.
Bebió, sonrió satisfecho y sólo añadió: “Nunca digas...”.
(Artículo aparecido en “Cuadernos de Historia Moderna de la Bahía”, revista editada por la Mancomunidad de Municipios. nº 136. 20 de enero de 2001. Páginas 67 y ss.).
28 de septiembre.
Día de San Wenceslao.
No ha sido fácil escudriñar en ese cajón que hace algún tiempo apareció bajo el hueco de una escalera del Museo Municipal y en el que se mezcla de todo, sin orden ni concierto.
(Aprovecho la ocasión para agradecer al concejal de Cultura del Ayuntamiento, así como al archivero municipal, sus esfuerzos para que pudiera curiosear libremente entre los restos hallados).
Me ha llevado varios días descifrar las páginas siguientes, y más aún a la mortecina luz de una lamparilla sobre una mesa rodeada hasta lo inimaginable de libros y paquetes. Como me ha resultado curiosa, tanto la historia como la posible coincidencia que posteriormente voy a añadir, no me resisto a transcribir la carta. Que el que lea saque las conclusiones que quiera. Yo tengo las mías.
Al fin y al cabo el desarrollo de la Historia no es más que la concatenación fortuita de hechos que, a simple vista, parecen inconexos.
...... ...... ...... ......
“1781.
29 de junio.
Día de San Pedro.
Es noche de luna nueva.
Todo son sombras y desde el bote, meciéndose en silencio en el agua, divisamos la línea de contravalación casi a nuestras espaldas. Oímos las risas y el ruido de cacharros que anuncian que ahí, bajo la Roca, en esa explanada inmensa surcada de trincheras y fortines de sacos terreros a nuestra derecha, los ingleses se disponen a tomar un bocado.
El viento de poniente nos trae el olor a comida.
Un estómago ruge a mi lado y, por un momento, temo que el tremendo ruido nos descubra. Pero sólo son temores míos.
Somos diez, y nuestro propósito es pasar las líneas por levante en una chalupa plana, desembarcar detrás de éstas, cruzar el istmo arrasando lo que podamos y salir de nuevo al mar por la zona de Poniente. Allí no habrá chalupa que valga. Al agua y, a golpe de braza, alcanzar la playa que es parte del terreno amigo.
Cuando tomamos tierra, las posiciones del enemigo han quedado atrás.
Ante nosotros tres o cuatro casas, en una de las cuales se ve luz, unos mil metros de tierra y, más allá, de nuevo el mar que se encierra en la bahía...
Hemos llegado a las casas y comprobamos que, efectivamente, están vacías, a excepción de la que parece que, confiada por su proximidad al Peñón, luce como un faro en la oscuridad.
Dentro se oyen risas y gritos. Mujeres y hombres.
- ¡Curro – me dice Juan el Peras a la vez que me arrea un codazo en las costillas – me parece que ésta es una casa de putas!
En un susurro le contesto que así es mejor que siempre es bueno pillar al inglés con los pantalones bajados. Nunca sabe si echar mano al fusil o a los pantalones para mantener la compostura.
Se ríe casi en silencio. Preparamos las armas.
Entramos como un vendaval y arrasamos todo a sangre y fuego. Juan el Peras ríe y ríe dando mandobles con un pesado sable de caballería hasta que el mosquetón de uno de los pocos que han decidido olvidarse de los pantalones le vuela la caja de dientes.
Hay que darse prisa, antes de que los Royal Scots Fusiliers, que tienen sus cuarteles a unos quinientos metros de aquí, se despierten y decidan ajustarnos las cuentas.
En total son nueve los soldados que encontramos en la casa. Tan sólo tres mujeres, tres de las putas que pasan clandestinamente las líneas y que sirven tanto para un polvo como para una confidencia sobre nuestras posiciones. Perico el Largo y Alonso las obligan a subir al piso de arriba. No sé cómo se las apañan estos imbéciles, pero en los momentos en que más prisa tenemos les da a ellos por forzar a cualquiera que se les pone por delante. ¡Y al menos esta vez son mujeres!
Les gritamos y ellos gritan más. La confusión es enorme, pero entre el griterío oímos las trompetas del cercano cuartel de los escoceses que tocan a generala. ¡Hay que salir de aquí!
Cortamos las cabezas de los nueve galanes y, en tres sacos, las arrastramos fuera de la casa.
Al final, tan sólo tres salimos por la puerta después de poner cargas de mecha rápida en todos los rincones. Cinco de los nuestros se han quedado allí y otros dos, follando. ¡Allá ellos!
Las explosiones nos pillan casi desprevenidos a pocos metros de la construcción. Una estaca se clava en el saco que yo llevo, pero no hago caso. La adrenalina me da fuerzas y en unos cuantos minutos estamos ya lejos.
Junto a la playa del Oeste, mientras a lo lejos empiezan los cañones y morteros a tirar a ciegas contra la línea, descansamos un momento. Al frente, casi invisibles en la negrura del mar, las lanchas cañoneras de Barceló abren fuego contra los posibles asentamientos de las baterías del inglés. La bahía se llena de crujidos, silbidos y explosiones que iluminan como relámpagos la escena. El sudor me corre a chorros.
Luisillo Piernas grita de excitación.
- ¡Agua! ¡Agua!
Y se lanza como un poseso hacia un regajo que, entre unos cañaverales, desemboca al mar a unos pocos pies de nosotros.
Antes de lanzarse al agua con el macabro saco atado a su espalda, se atiborra de agua.
- ¿Tú no bebes?
- No – le contesto - es agua inglesa. De esa agua no beberé.
Se encoge de hombros y, satisfecha su sed, nos echamos al agua.
Cuesta trabajo nadar con ese peso muerto – y nunca mejor dicho - a la espalda si además el viento, aunque leve, da de cara. Pero al cabo de un rato, que para mí es un siglo, estamos sanos y salvos en nuestra orilla.
Por la mañana, el caporal de suministros nos trae nueve picas bien afiladas en su extremo y largas, suficientemente largas.
El bombardeo de la noche, mientras nosotros estábamos haciendo barbaridades, no ha causado más que ruido.
Tanto como el que ahora se está produciendo. Están enfadados porque hemos puesto las cabezas capturadas en las piquetas. Los comprendo. No es agradable ver a tus compañeros, o parte de ellos, al aire libre frente a ti, rodeados de gaviotas. ¡Pero que se jodan! Estaban en el sitio equivocado en el momento más oportuno.
Esto es terrible. Menos mal que dentro de una semana me mandan a San Roque. Y de allí, a casa, a la meseta. A seguir cuidando ovejas, que es lo mío. No me gustaría verme como ellos. Y, ciertamente, ya no me veré así...”
...... ...... ...... ......
En la colección del Gibraltar Chronicle de esa época no se registra lo que nuestro desconocido personaje narra en las cartas.
Pero sí hay una crónica (G.C. 8 de julio de 1781, pg 2) que, resumida, narra como una patrulla inglesa, dos días antes, ha emboscado entre las líneas españolas y Campamento, camino de San Roque, a una reata de bestias guiada por 3 soldados de los que uno muere en la refriega y los otros dos son hechos prisioneros. Después de matar a los animales, los dos soldados son llevados a Gibraltar. Mas ni siquiera son juzgados. Las tropas de los baluartes de primera línea los han ajusticiado.
Furiosos por el macabro castigo que días antes han recibido algunos de sus compañeros, han empalado a los prisioneros y, como pendones inertes, los han mostrado al enemigo ante uno de los baluartes dobles de la línea durante dos días. Más ha sido imposible dada la estación y la rápida descomposición que sufren los organismos con el clima de esta época.
Cuenta el narrador anecdóticamente que, sabedores de su suerte, y antes de ser ajusticiados, uno de ellos ha pedido agua con grandes gritos y signos de locura, no aceptando la que se le ofrecía, sino la de un regajo cercano cuya existencia describió con toda exactitud.
Bebió, sonrió satisfecho y sólo añadió: “Nunca digas...”.
(Artículo aparecido en “Cuadernos de Historia Moderna de la Bahía”, revista editada por la Mancomunidad de Municipios. nº 136. 20 de enero de 2001. Páginas 67 y ss.).
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