MI NIÑO... MI OBRA
Mañana vendrá mi hijo.
Como cada domingo.
Me gusta que venga. Me mantiene al día con noticias sobre el resto de la familia, sobre conocidos, amigos... Gracias a él sé si alguien desapareció con el paso del tiempo, quién ha caído en desgracia, quién se pelea con quién... ya saben, esos chismorreos que, de no ser por su visita semanal, a Mí no me llegarían hasta aquí, donde estoy.
Recuerdo la primera vez que vino. Con todo el engreimiento de su juventud, pletórico de optimismo, guapo... sí, también muy guapo, aunque algunos dicen que yo lo veo con ojos de Padre y que, en realidad, se parece a Mí.
Y puede que así sea, porque cuando lo observo sin que él se percate, la verdad es que, guapo, guapo, pues no. Su optimismo, a veces, no sé si es tal o está teñido con algo de estupidez encubierta y barnizada con el lustre de los años. Y engreído... eso sí, mucho. Siempre con una sonrisita de galán barato y continuamente hablando de sus aventuras... “que no había vino, pues ¡hala!, a cántaros; que si faltaba comida, pues venga, un montón de peces; que si uno cojeaba, que si otro...” Yo se lo tengo dicho: “Mira hijo, que esta gente no está aquí para oír tus aventuras, no los canses, por favor.” Y él, dale que dale. ¡Ni caso! Tan metido en su papel que siempre acaba sus monólogos con un sermón. Y se hace pesado, la verdad. Incluso para Mí, que soy su Padre.
Tengo una fea costumbre. Cuando empiezo a hablar me voy por donde no debo. “Atención desvaída”, dicen. Y lo siento por quien lea esto, pero... bueno, sigo.
Decía que recordaba cuándo vino por primera vez. ¡Sí, desde luego!
Acababan de ingresarme en la institución y la verdad es que, personalmente, no estaba muy contento. En realidad, bastante cabreado. Todos decían que era necesario, que me estaba volviendo insoportable, que era imposible vivir a mi lado, que ya no razonaba como Dios manda... “Doble personalidad con rasgos paranoicos”, diagnosticaron algunos (además de lo de la desvaída, claro).
“No es doble ni triple ¡Múltiple personalidad, múltiple!”, enfatizó el resabio de turno en la reunión del equipo encargado de mi estudio.
Pero estaba con lo de mi niño.
Los médicos se quedaron sorprendidos. No podían disimular su desconcierto.
“No esperábamos (otro sabihondo) que de tal palo salga esta astilla, tan, digamos, perfecta”.
“¿Cómo es posible - me preguntó en la siguiente sesión de terapia de grupo el psiquiatra del Centro - que con tu C.I..? (luego he averiguado que eso de C.I. significa coeficiente intelectual)... ¿quién es la madre?”
“Pues la verdad, respondí, es que no lo recuerdo bien. Además, tampoco importa”. Naturalmente, yo intentaba quitar hierro al tema, porque si nos metíamos en profundidades lo iba a tener crudo para explicarlo. Él sonrió... y en Mi caso es eso de la personalidad, porque hay un par de amigos que lo tienen de identidad ¡y eso sí que tiene guasa!
Bueno, dicen también que soy algo iracundo, pero yo creo que están equivocados. Es mi voz, hueca, profunda, retumbante, con personalidad, lo que les atemoriza. Y nadie tiene culpa de su voz ¿no? Pero hay uno que siempre que digo esto añade: “y los rayitos, y los rayitos”... “¡que no son rayitos! ¡que es mi aureola!”, me canso de responderle. Pero parece que alzo un poco la voz porque, cuando le contesto, no tardan en llegar dos o tres celadores que, rápidamente, empiezan a redistribuir al personal por el salón, sacándolo del rincón al que, huyendo, se han precipitado todos.
Yo creo que estoy aquí por el tema del bricolaje casero, al que soy bastante aficionado.
No, la verdad es que no soy un gran manitas, pero el niño, que no puede ver nada sin dar su opinión y poner pegas intentó, naturalmente, meter baza en la obra que estaba intentando hacer. ¡Claro, él ha sido siempre tan perfecto..!
El caso es que cuando empezó a criticar mi trabajo era, más que nada, por cuestiones de estilo.
Yo reconozco que mi nivel y facultades, que el tiempo ha ido mermando un montón, no estaban a la altura de un artesano medio, pero... y por mucho que lo intentaba, el trabajo iba lento. Me costaba ir completándolo ¡Por todos lados me salían defectos!
El niño intentaba corregírmelos, pero lo que es mío es mío y nunca he consentido que nadie meta baza. Nunca he permitido que nadie diga cómo tengo que hacer las cosas. Le miraba torvo, enseñaba los dientes y él (criaturita) se echaba para atrás temiendo un mordisco o, lo que es peor, un rayo, que en eso soy la mar de experto. Y yo seguía con el modelado. Si un temblor fortuito me sacudía mientras perfilaba un bicho.. ¡zas! le alargaba el cuello. ¡Vaya! Yo miraba y remiraba, estudiaba el resultado, pero me cansa eso de tanto observar, así que lo dejaba tal cual. Total, en el diorama que preparaba tampoco iba a desentonar tanto.
Y mientras, él, erre que erre.
- “Papi, que ese cuello no queda bien”. “Emmmm... ¿y ese bicho no pesará mucho?” “Uyssss.... ¿un cuerno en eso que parece un caballo?..”
¿Cómo le iba a explicar Yo que lo hacía porque me daba la gana y que de caballo nada, que ya se le pondría un nombre en su día?
Es muy cabezón, pero Yo lo soy más.
Mi maestro de arte y modelado le aclaraba que eso era bueno, que mediante mis realizaciones plásticas iba limando asperezas, socializándome, asumiendo realidades y modificando mi mundo, tan fantástico, hasta hacerlo coincidir con el mundo real.
Otra fue lo del libro. Al parecer, él estaba harto de que en nuestras discusiones siempre le refregase que ahora podría tener mis facultades mermadas pero que a la vista estaba que Yo era alguien importante. Y si tenía dudas, en la obra que estaba haciendo al menos había nacido un libro escrito sobre Mí (luego he investigado y he averiguado que ése y algunos miles más, pero prefiero callármelo para evitarle celos al chico).
Bueno, pues él, que de envidioso tiene un rato – aunque el psiquiatra dice que es sólo el deseo de parecerse a Mí, lo cual no acabo de comprender – acudió al poco tiempo con un regalo envuelto en papel. Y orgulloso, con su media sonrisa de “ahora te vas a enterar”, lo dejó encima de la mesa sin decir palabra.
- “¿Y eso”, le dije.
- “¿Esto? ¡Ah, sí! Un regalo. Un libro para que leas”.
- “Sabes que no me gusta leer”, gruñí.
- “Bueno, por si estás aburrido. Tú lee, lee”.
Ya lo he leído, que una cosa es no gustar y otra no saber. La dedicatoria un poco cursi:
“A mi querido Papá; sin su ejemplo, yo no sería el que soy en este libro”.
Esto... dije que ya lo he leído, pero la verdad es que no. Sé lo que pone, porque, curiosamente, yo lo sé todo. Es una facultad de nacimiento, una especie de política compensatoria por los defectos que desde entonces también arrastro.
En fin, en él el niño se hace el protagonista de la historia, pero con un desparpajo que incluso yo, su Padre, no considero normal. Es más, para llevarse todo el mérito, al final hasta se hace sacrificar. ¡Y dice que en mi Nombre! ¡Pues vaya con el niño! Ya barruntaba yo su masoquismo, pero ahora me lo demuestra a las claras.
Además, ¿por qué tanto bombo cuando todos sabemos que no lo ha escrito él, sino cuatro negros mas un refrito de textos perdidos por todos lados?
Cuando se lo comenté, se rió el condenado y me dijo que igual que Yo.
“No, hijo, no. Yo por lo menos lo dicté”, le aclaré.
“Así te ha salido” me respondió, redicho. ¡Es que no tiene remedio! Siempre quiere quedarse por encima de Uno, siempre ha querido ser más.
Recuerdo una vez que se pasó un montón de tiempo dándome la tabarra con que si la soledad, que si el aburrimiento... ¡y no se me ocurrió otra cosa que modelarle un pájaro que fuese con él a todas partes! Y lo malo es que, tan simple él, lo hizo de la familia. Así que ya somos tres: el pájaro, él y Yo.
... Otra vez me he ido por donde no debía. Perdón. Estaba con lo de mi obra, pero es que este hijo mío me revienta con sus cosas.
Tanto machacaron el chico, el maestro y todos los que pasaban por mi taller, que empecé a cansarme del dichoso trabajito. Cuando llegaba alguien nuevo al barrio siempre lo traían a verlo. Muchos se asombraban, algunos se reían...
Cuando les decía que llevaba seis años con él, hasta alguno silbaba. Bueno, en el libro que han escrito sobre Mí dicen que seis días, pero Yo creo que eso es sólo por darme más importancia y dársela ellos de paso, o un error de trascripción, o conceptual del amanuense... ¡a saber!
¡Seis años!
Y entramos en el séptimo. ¡El número mágico, el número cabalístico! Dice también el libro que el séptimo día descansé. No es cierto.
Me cansé, que no es lo mismo. Me cansé de tanta arcilla, tanta crítica, de que todo estuviera saliendo mal... Incluso esos personajillos de dos patas que hice al final para el diorama no hacían más que discutir entre ellos, pelear, disputarse todo, cualquier cosa ¡no importaba qué!
Y así no me valía. Se inventaron tantas historias entre ellos que se convirtieron en el teatrillo perenne de la barriada.
Después, esos mismos muñecos empezaron a decir que si yo era malo, que si mi hijo era más bueno, que si soy raro, implacable, egoísta, rencoroso, iracundo... De todo, pero eso no les privó de autobautizarse “Reyes de la Creación”... y encima decir que estaban hechos a imagen y semejanza Mía.
Así que una mañana, nada más levantarme, antes de que llegara el chico, - que por cierto no sé que diablos hacía todas las noches, que desaparecía hasta bien entrado el día – agarré la bola, que pesa lo suyo, y con todas mis fuerzas la lancé fuera. Estaré mal, pero fuerza tengo la suficiente. Se perdió en el aire con un sonido mezcla de silbido y retumbo... ¡y a saber por donde andará ya! Y que se las apañen los que van en ella como puedan, que yo no quiero saber nada.
Mi psiquiatra dice que este hecho era propio de personas inmaduras que son incapaces de enfrentarse a sus problemas y de tolerar las críticas: baja autoestima, megalomanía... ¡Pero es que estaba hasta las narices, tanto de las visitas como del progresivo desarrollo de mi obra!
“Esta es la gota que colma el vaso”, gritó mi niño cuando llegó a casa, enojado tanto por eso como por la beatífica sonrisa que exhibía en Mi rostro y que nunca consiguió engañarle, pese al empeño que Yo ponía en ello. Aunque le sacaba de quicio, eso seguro.
Vinieron dos días después y me ingresaron en esta residencia, que está bien, no lo niego, pero donde la gente es demasiado estirada, muy suya, por decir algo.
Ahora, el médico dice que si sumamos mi bajo C.I. y la lesión cerebral (parece que de creación) era una acción fácil de prever. ¿Qué sabrá él de la previsión? A tiro pasado, cualquiera es adivino.
Y no le creo.
Me enteré también de que un grupo de esos bichos que vivían en mi obra se había pasado y, sin consultar, me había proclamado Creador del Universo. ¡Casi nada!
Lo cierto es que la importancia que me dieron me agradaba, pero ¿cómo iba a proclamar a los cuatro vientos mi satisfacción? Hubiera sido añadir leña al fuego.
Mi profesor de artes plásticas no dijo nada. Sólo lloró como un bebé.
Le comprendo. Y es que a Mí me da que le gustaba cómo estaba saliendo mi obra y pensaba presentarla en la próxima feria de arte de discapacitados...
Como cada domingo.
Me gusta que venga. Me mantiene al día con noticias sobre el resto de la familia, sobre conocidos, amigos... Gracias a él sé si alguien desapareció con el paso del tiempo, quién ha caído en desgracia, quién se pelea con quién... ya saben, esos chismorreos que, de no ser por su visita semanal, a Mí no me llegarían hasta aquí, donde estoy.
Recuerdo la primera vez que vino. Con todo el engreimiento de su juventud, pletórico de optimismo, guapo... sí, también muy guapo, aunque algunos dicen que yo lo veo con ojos de Padre y que, en realidad, se parece a Mí.
Y puede que así sea, porque cuando lo observo sin que él se percate, la verdad es que, guapo, guapo, pues no. Su optimismo, a veces, no sé si es tal o está teñido con algo de estupidez encubierta y barnizada con el lustre de los años. Y engreído... eso sí, mucho. Siempre con una sonrisita de galán barato y continuamente hablando de sus aventuras... “que no había vino, pues ¡hala!, a cántaros; que si faltaba comida, pues venga, un montón de peces; que si uno cojeaba, que si otro...” Yo se lo tengo dicho: “Mira hijo, que esta gente no está aquí para oír tus aventuras, no los canses, por favor.” Y él, dale que dale. ¡Ni caso! Tan metido en su papel que siempre acaba sus monólogos con un sermón. Y se hace pesado, la verdad. Incluso para Mí, que soy su Padre.
Tengo una fea costumbre. Cuando empiezo a hablar me voy por donde no debo. “Atención desvaída”, dicen. Y lo siento por quien lea esto, pero... bueno, sigo.
Decía que recordaba cuándo vino por primera vez. ¡Sí, desde luego!
Acababan de ingresarme en la institución y la verdad es que, personalmente, no estaba muy contento. En realidad, bastante cabreado. Todos decían que era necesario, que me estaba volviendo insoportable, que era imposible vivir a mi lado, que ya no razonaba como Dios manda... “Doble personalidad con rasgos paranoicos”, diagnosticaron algunos (además de lo de la desvaída, claro).
“No es doble ni triple ¡Múltiple personalidad, múltiple!”, enfatizó el resabio de turno en la reunión del equipo encargado de mi estudio.
Pero estaba con lo de mi niño.
Los médicos se quedaron sorprendidos. No podían disimular su desconcierto.
“No esperábamos (otro sabihondo) que de tal palo salga esta astilla, tan, digamos, perfecta”.
“¿Cómo es posible - me preguntó en la siguiente sesión de terapia de grupo el psiquiatra del Centro - que con tu C.I..? (luego he averiguado que eso de C.I. significa coeficiente intelectual)... ¿quién es la madre?”
“Pues la verdad, respondí, es que no lo recuerdo bien. Además, tampoco importa”. Naturalmente, yo intentaba quitar hierro al tema, porque si nos metíamos en profundidades lo iba a tener crudo para explicarlo. Él sonrió... y en Mi caso es eso de la personalidad, porque hay un par de amigos que lo tienen de identidad ¡y eso sí que tiene guasa!
Bueno, dicen también que soy algo iracundo, pero yo creo que están equivocados. Es mi voz, hueca, profunda, retumbante, con personalidad, lo que les atemoriza. Y nadie tiene culpa de su voz ¿no? Pero hay uno que siempre que digo esto añade: “y los rayitos, y los rayitos”... “¡que no son rayitos! ¡que es mi aureola!”, me canso de responderle. Pero parece que alzo un poco la voz porque, cuando le contesto, no tardan en llegar dos o tres celadores que, rápidamente, empiezan a redistribuir al personal por el salón, sacándolo del rincón al que, huyendo, se han precipitado todos.
Yo creo que estoy aquí por el tema del bricolaje casero, al que soy bastante aficionado.
No, la verdad es que no soy un gran manitas, pero el niño, que no puede ver nada sin dar su opinión y poner pegas intentó, naturalmente, meter baza en la obra que estaba intentando hacer. ¡Claro, él ha sido siempre tan perfecto..!
El caso es que cuando empezó a criticar mi trabajo era, más que nada, por cuestiones de estilo.
Yo reconozco que mi nivel y facultades, que el tiempo ha ido mermando un montón, no estaban a la altura de un artesano medio, pero... y por mucho que lo intentaba, el trabajo iba lento. Me costaba ir completándolo ¡Por todos lados me salían defectos!
El niño intentaba corregírmelos, pero lo que es mío es mío y nunca he consentido que nadie meta baza. Nunca he permitido que nadie diga cómo tengo que hacer las cosas. Le miraba torvo, enseñaba los dientes y él (criaturita) se echaba para atrás temiendo un mordisco o, lo que es peor, un rayo, que en eso soy la mar de experto. Y yo seguía con el modelado. Si un temblor fortuito me sacudía mientras perfilaba un bicho.. ¡zas! le alargaba el cuello. ¡Vaya! Yo miraba y remiraba, estudiaba el resultado, pero me cansa eso de tanto observar, así que lo dejaba tal cual. Total, en el diorama que preparaba tampoco iba a desentonar tanto.
Y mientras, él, erre que erre.
- “Papi, que ese cuello no queda bien”. “Emmmm... ¿y ese bicho no pesará mucho?” “Uyssss.... ¿un cuerno en eso que parece un caballo?..”
¿Cómo le iba a explicar Yo que lo hacía porque me daba la gana y que de caballo nada, que ya se le pondría un nombre en su día?
Es muy cabezón, pero Yo lo soy más.
Mi maestro de arte y modelado le aclaraba que eso era bueno, que mediante mis realizaciones plásticas iba limando asperezas, socializándome, asumiendo realidades y modificando mi mundo, tan fantástico, hasta hacerlo coincidir con el mundo real.
Otra fue lo del libro. Al parecer, él estaba harto de que en nuestras discusiones siempre le refregase que ahora podría tener mis facultades mermadas pero que a la vista estaba que Yo era alguien importante. Y si tenía dudas, en la obra que estaba haciendo al menos había nacido un libro escrito sobre Mí (luego he investigado y he averiguado que ése y algunos miles más, pero prefiero callármelo para evitarle celos al chico).
Bueno, pues él, que de envidioso tiene un rato – aunque el psiquiatra dice que es sólo el deseo de parecerse a Mí, lo cual no acabo de comprender – acudió al poco tiempo con un regalo envuelto en papel. Y orgulloso, con su media sonrisa de “ahora te vas a enterar”, lo dejó encima de la mesa sin decir palabra.
- “¿Y eso”, le dije.
- “¿Esto? ¡Ah, sí! Un regalo. Un libro para que leas”.
- “Sabes que no me gusta leer”, gruñí.
- “Bueno, por si estás aburrido. Tú lee, lee”.
Ya lo he leído, que una cosa es no gustar y otra no saber. La dedicatoria un poco cursi:
“A mi querido Papá; sin su ejemplo, yo no sería el que soy en este libro”.
Esto... dije que ya lo he leído, pero la verdad es que no. Sé lo que pone, porque, curiosamente, yo lo sé todo. Es una facultad de nacimiento, una especie de política compensatoria por los defectos que desde entonces también arrastro.
En fin, en él el niño se hace el protagonista de la historia, pero con un desparpajo que incluso yo, su Padre, no considero normal. Es más, para llevarse todo el mérito, al final hasta se hace sacrificar. ¡Y dice que en mi Nombre! ¡Pues vaya con el niño! Ya barruntaba yo su masoquismo, pero ahora me lo demuestra a las claras.
Además, ¿por qué tanto bombo cuando todos sabemos que no lo ha escrito él, sino cuatro negros mas un refrito de textos perdidos por todos lados?
Cuando se lo comenté, se rió el condenado y me dijo que igual que Yo.
“No, hijo, no. Yo por lo menos lo dicté”, le aclaré.
“Así te ha salido” me respondió, redicho. ¡Es que no tiene remedio! Siempre quiere quedarse por encima de Uno, siempre ha querido ser más.
Recuerdo una vez que se pasó un montón de tiempo dándome la tabarra con que si la soledad, que si el aburrimiento... ¡y no se me ocurrió otra cosa que modelarle un pájaro que fuese con él a todas partes! Y lo malo es que, tan simple él, lo hizo de la familia. Así que ya somos tres: el pájaro, él y Yo.
... Otra vez me he ido por donde no debía. Perdón. Estaba con lo de mi obra, pero es que este hijo mío me revienta con sus cosas.
Tanto machacaron el chico, el maestro y todos los que pasaban por mi taller, que empecé a cansarme del dichoso trabajito. Cuando llegaba alguien nuevo al barrio siempre lo traían a verlo. Muchos se asombraban, algunos se reían...
Cuando les decía que llevaba seis años con él, hasta alguno silbaba. Bueno, en el libro que han escrito sobre Mí dicen que seis días, pero Yo creo que eso es sólo por darme más importancia y dársela ellos de paso, o un error de trascripción, o conceptual del amanuense... ¡a saber!
¡Seis años!
Y entramos en el séptimo. ¡El número mágico, el número cabalístico! Dice también el libro que el séptimo día descansé. No es cierto.
Me cansé, que no es lo mismo. Me cansé de tanta arcilla, tanta crítica, de que todo estuviera saliendo mal... Incluso esos personajillos de dos patas que hice al final para el diorama no hacían más que discutir entre ellos, pelear, disputarse todo, cualquier cosa ¡no importaba qué!
Y así no me valía. Se inventaron tantas historias entre ellos que se convirtieron en el teatrillo perenne de la barriada.
Después, esos mismos muñecos empezaron a decir que si yo era malo, que si mi hijo era más bueno, que si soy raro, implacable, egoísta, rencoroso, iracundo... De todo, pero eso no les privó de autobautizarse “Reyes de la Creación”... y encima decir que estaban hechos a imagen y semejanza Mía.
Así que una mañana, nada más levantarme, antes de que llegara el chico, - que por cierto no sé que diablos hacía todas las noches, que desaparecía hasta bien entrado el día – agarré la bola, que pesa lo suyo, y con todas mis fuerzas la lancé fuera. Estaré mal, pero fuerza tengo la suficiente. Se perdió en el aire con un sonido mezcla de silbido y retumbo... ¡y a saber por donde andará ya! Y que se las apañen los que van en ella como puedan, que yo no quiero saber nada.
Mi psiquiatra dice que este hecho era propio de personas inmaduras que son incapaces de enfrentarse a sus problemas y de tolerar las críticas: baja autoestima, megalomanía... ¡Pero es que estaba hasta las narices, tanto de las visitas como del progresivo desarrollo de mi obra!
“Esta es la gota que colma el vaso”, gritó mi niño cuando llegó a casa, enojado tanto por eso como por la beatífica sonrisa que exhibía en Mi rostro y que nunca consiguió engañarle, pese al empeño que Yo ponía en ello. Aunque le sacaba de quicio, eso seguro.
Vinieron dos días después y me ingresaron en esta residencia, que está bien, no lo niego, pero donde la gente es demasiado estirada, muy suya, por decir algo.
Ahora, el médico dice que si sumamos mi bajo C.I. y la lesión cerebral (parece que de creación) era una acción fácil de prever. ¿Qué sabrá él de la previsión? A tiro pasado, cualquiera es adivino.
Y no le creo.
Me enteré también de que un grupo de esos bichos que vivían en mi obra se había pasado y, sin consultar, me había proclamado Creador del Universo. ¡Casi nada!
Lo cierto es que la importancia que me dieron me agradaba, pero ¿cómo iba a proclamar a los cuatro vientos mi satisfacción? Hubiera sido añadir leña al fuego.
Mi profesor de artes plásticas no dijo nada. Sólo lloró como un bebé.
Le comprendo. Y es que a Mí me da que le gustaba cómo estaba saliendo mi obra y pensaba presentarla en la próxima feria de arte de discapacitados...
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