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Escribiendo mal

¿A quién no le gusta leerse en la Red? A mí sí. Por eso creo este blog. Quiero incluir en él todos mis experimentos "literarios", buenos o malos, pero míos. A ti que miras: No te aconsejo que lo leas todo de un tirón. No podrías. Además... te cansarías.

13.9.06

ESTO DE INTERNET.

A Nacho, que por una apuesta jocosa tuvo a bien
colmarse de paciencia en espera de esta boba historia que
sólo sucede en las líneas telefónicas y que, gracias a ellas,
sucede al menos ahí.

No soy demasiado joven aunque, la verdad, no puedo quejarme en absoluto.
A mi edad no me falta de nada, gracias a una historia familiar que no viene al caso ni tengo por qué contarles. Aunque, para evitar juicios de valor erróneos y anticipados, sí me interesa que conozcan mi condición actual.
Como ya les he dicho, joven... bueno, mejor de edad mediana... Si afinamos, casi rozando la puerta trasera de la juventud... pero eso tiene poca importancia. Como también he dicho, con todas mis necesidades cubiertas; primarias, secundarias y aún terciarias, si las hubiera. No he sabido nunca qué es carecer de algo.
Hace décadas que vivo en esta casa, una gran casa, procedente de mi herencia familiar. En pleno centro de esta capital de provincias algo ñoña (sí, me refiero a la ciudad), se encuentra rodeada de un enorme jardín, casi abocado a una masa forestal, que la hace invisible a cualquier mirada aviesa o curiosa (que de todo hay) que intente lanzar desde la calle cualquier paseante aburrido. Además, un gran muro de piedra, de considerable altura, la protege tanto de ésta como de cualquier otra contingencia que pudiera presentarse.
¡Oh, sí! Ventajas de ser descendiente de una de las familias de más peso en la capital, en una época en que tanto el dinero como los apellidos pesaban lo suyo. Y el mío se hizo famoso, sí, e importante, en esa época en que todo andaba revuelto y a cualquiera que decía "tengo hambre" se le daba durante largo tiempo un chusco y algo de sopa en la Prisión Provincial.
La casa, de rancio abolengo, posee tantas habitaciones que algunas de ellas pasan meses sin que las visite, así como un ala para el servicio que, no voy a negarlo, conoció mejores tiempos pero que aún guarda algo de su utilidad.
Muchas habitaciones, sí, pero en ninguna de ellas podríais encontrar un tálamo nupcial. Aún no he pasado por capilla, pese a la preocupada mirada (y a las ligeras insinuaciones) con que me regalan algunos de mis familiares ya añejos (tíos y demás ralea) en los pocos momentos en que se dignan acercarse por estos parajes a visitarme... y de paso, a llevarse algún que otro "recuerdo" que "siempre han deseado conservar"... por motivos de añoranza familiar, claro.
Como digo, no hay un dormitorio de matrimonio que se precie, mas disfruto de un tálamo de soltero que procuro ocupar acompañado cuando es posible. Más que nada porque odio la soledad. Me intimida, me ahoga. Y tener compañía, a ser posible femenina, es una especie de terapia que me ayuda a mantener el equilibrio entre mi yo y esta aburrida ciudad, monótona hasta en sus días más señalados. Y sobre todo, en sus noches, en ésas en las que la soledad intenta morder hondo y dejar huella en cualquiera de nuestras partes más sensibles.
Luego espero que les quede bien. Claro que no es la búsqueda del placer más mundano, por otra parte tampoco desdeñable, el que me lleva a transformar esa cama (también heredada), enorme, pesada y antigua, en un campo de juegos más o menos eróticos. Juegos que pueden durar hasta que el sol avisa de su llegada con unos primeros rayos curiosos que se cuelan por las celosías entreabiertas de las ventanas.
No es que tenga cualquier mujer que pueda desear, pero he de reconocer que, en las noches de farra, mis trajes, mi Masseratti a la puerta del club y una cartera notablemente obesa y fluida ayudan a conseguir cierto tipo de compañía. Puesto que estamos en racha de sinceramientos, a veces esta compañía no es atraída por los objetos que he mencionado antes. Entonces, se desvela un juego en el que se desarrolla el intento de apoderarse "per sécula" de mi dominio territorial. Pero yo, baqueteado en extremo en tales eventos, y auspiciado por un sexto sentido del que no me gusta hacer gala, no prolongo tales relaciones más de una semana... dos a lo sumo.
Sí; podéis llamarme egoísta, crápula... lo que queráis. En realidad me da igual, ya que me han llamado de todo. Pero desde pequeño me enseñaron a defender mis intereses por encima de todo... y entre ellos, el que prima es el de mi independencia. Aunque a veces cueste conseguirla.
El caso es que, en cuestión de nombres, he pasado por el de "niño mimado", "soltero de oro", pasado por los de "niño pijo", "señorito", hijo de puta", etc... (y el que he citado de valor monetario estable es el que últimamente prolifera en algunas revistas de prensa rosa). Pero todo eso a mí me la trae al pairo.
Puedo, también, comprar a cualquier hombre. ¡Entiéndaseme! En la vida siempre hay trabajos que hacer en los que no es conveniente mancharse uno las manos y, menos aún, el apellido. Desde levantar un muro a derribar otro... no sé si me entienden.
Bien… sigamos.
La casa en la que resido, pese a su aspecto exterior un tanto decrépito (según mi estado de ánimo, oscila desde ahí hasta "antigua") engaña bastante. Su interior está acondicionado con todos los adelantos que una casa del siglo XXI puede permitirse. Reconozco que, en parte, desentonan con los altos techos de viga vista, con las habitaciones y pasillos repletos de alfombras y con los cuadros que, casi desde hace siglos, cuelgan su historia de las paredes en semipenumbra. Tampoco con el ala del servicio doméstico, muestra y reserva espiritual de un pasado venido a menos con el tiempo.
Pero no piensen que el servicio actual de la casa es tratado como el de antes, no. ¡Ni mucho menos! De hecho, aprovechando las últimas obras de remodelación de la planta baja (necesarias para la instalación de diversos electrodomésticos, alarmas acústica, visuales y volumétricas, cerramientos de acero al molibdeno que semejan madera y cristal blindado en todas las ventanas exteriores) conseguí sacar a la casa proveedora de tanto artilugio tres equipos personales de pc`s.
Dos de ellos, a petición de la servidumbre (mas bien "a insinuación"), pasaron a sus habitaciones - e ignoro cómo habrán hecho el reparto - y el tercero, por eso de "sentar reales", quedó para mi servicio aunque, realmente, duerme el sueño de los justos en mi despacho de trabajo (por llamarlo de alguna manera) que antes fue de mi padre, mucho antes de mi abuelo... y allí descansa aún embalado porque a mí eso de la informática y de "las nuevas tecnologías" me atraen tanto como el origen y evolución de las especies. O de mi noble apellido, por decir algo.
Sin embargo... últimamente he podido observar que, desde la instalación de esa estúpida "red informática", las sabrosas sobremesas que el personal de la casa mantenía tras acabar sus breves tareas dedicadas a la atención de mi persona después de cenar, han desaparecido por completo. Antes, las risas y los comentarios más o menos intencionados llegaban, de modo amortiguado, hasta el salón donde yo quemaba las últimas horas de ocio del día, ora leyendo cualquier cosa sin trascendencia, ora observando cualquiera de los maravillosos programas de televisión que, sin ningún esfuerzo por mi parte, iban ampliando y elevando mi horizonte cultural. Esas tertulias... lo cierto es que a mí me gustaba escuchar sus conversaciones, de poca consistencia, eso sí, pero jocosas en alto grado.
Ahora, una vez que acaban los ruidos típicos de la cocina (platos que entrechocan y tintineo de cubertería elevando al cielo una estúpida sinfonía acompasada con el ruido del agua cayendo de los grifos), el personal desaparece como raptado por el invisible ectoplasma de alguno de mis antepasados que pululan por los rincones más sombríos. No se oye ni el ruido de una mosca (mejor dicho, puede oírse el ruido de tan repugnante bichejo), a no ser que yo, más por joder que por verdadera necesidad, requiera sus servicios, siempre acompañados de un pianísimo refunfuño y de una mirada torva que me encanta. ¡Quien paga, manda!
Estoy algo receloso. ¿Dónde se meten? ¿Qué hacen?, me pregunto cada noche mientras, en mi aburrimiento, deslizo mi tedio por los lomos de los cientos de volúmenes encuadernados exactamente igual (moda de épocas pretéritas) que descansan, y nunca mejor dicho, en los estantes de la biblioteca familiar.
Me he criado entre estos libros. Poesía y novela se mezclan y uniformizan por esa puñetera manía decimonónica de una encuadernación homogénea, piel y dorados en intrincados arabescos. Sí, hacen bonito. Pero el neófito que no ha echado los dientes entre estos estantes puede arrepentirse si intenta buscar un título determinado.
Yo, creo que ya lo he dicho, prácticamente he crecido aquí, por lo que me desenvuelvo entre ellos con bastante soltura. Es paradójico. Conocía el orden de las cosas, el desorden, el desorden del orden... pero esta biblioteca es el orden dentro del desorden, lo cual es harto más inútil.
No es la biblioteca universal borgiana, no, pero en cuanto a lo laberíntico, algo la recuerda. Pese a ello, soy capaz de localizar en breve tiempo las "Filípicas" de Cicerón... porque a su lado está "Lucrecia", de Moratín. Sobre ellos, recuerdo dos tomos de Hölderin, concretamente "Hiperión" y "La muerte de Empédocles", justito a la derecha de varias obras de poemas de Aleixandre, que parecen sostener el "Tiran el Blanc" del Martorell en una edición de 1653. "Cristabel" y "El cantar del viejo marinero" se encuentran exactamente en la diagonal inferior inversa de "La peregrinación..." de Byron, que a su vez se pelea por hacerse sitio con una edición bastante ñoña de "Historia de un bandido español", novela folletinesca publicada por entregas en el diario El Sol en 1924. ¡12 tomos igualitos en tamaño y grosor! ... como los humanos. Revestidos todos de una calidad similar, su auténtico valor sólo lo conoces cuando miras en su interior...
Bueno, me estoy liando, y me temo a mí mismo en cuanto empiezo con divagaciones... cuanto ni más tú, que te dignas leer estas líneas.
En resumen, que pese a su caótica colocación, ausente de cualquier sistema lógico de localización, yo me entiendo.
Estaba en... ¡ah, sí! ¿Dónde se meterá el servicio? Decía que el personal de la casa prescindía de la "delicatessen" de una adecuada sobremesa y desaparecía de mi vista (y de mi oído) transgrediendo las ancestrales costumbres de esta casa.
¡Por cierto! Hoy es su la tarde libre. Las doncellas (hay dos) habrán salido de compras, o a curiosear escaparates con ese novio que desde hace años tienen a sus espaldas y que, por él, desvalijan a menudo la despensa de mi hogar (supongo que esa es la causa de la falta de alimentos adecuados en ocasiones, digo, yo). El ama de llaves... seguro que está durmiendo la siesta. Y en cuanto al mayordomo... bueno a él lo vamos a ubicar mentalmente en el barrio de las casas de citas donde, por confidencias de algunos amigos que pasaban por allí en algún momento, lo han encontrado husmeando y dando vueltas por allí. Le llaman barrio, pero la verdad es que se limita a una sombría calle y a dos malolientes callejones que desembocan en ella, ambos adornados en sus zonas altas por sábanas lavadas en lejía y ropa diversa que compite entre ella por ganar el premio al color más chillón.
Estoy pensando... ¿por qué no intento desvelar ahora ese misterio que, desde hace tiempo, excita mi curiosidad? Subir a las habitaciones subrepticiamente y, sin dejar rastro de mi presencia, averiguar la razón de la desaparición de esa vida social que, tiempo atrás, se desarrollaba en la cocina de esta casa.
Me doy ánimos con una copa de brandy que me sirvo yo mismo y que no degusto, como otras veces acostumbro, ya que su objetivo no es ése. La bebo rápidamente, como si de un jarabe medicinal se tratara... y emprendo la aventura (o el fisgoneo, según se mire).
Subo en silencio los escalones. Mis pisadas quedan amortiguadas por la alfombra que cubre los peldaños. Tras pasar ante las habitaciones del piso superior accedo, por un estrecho corredor, a esa zona del servicio, más austera que el resto de la casa. Por cierto, hablando de ese corredor, antiguamente no existía pero mi abuelo, en contra de la opinión de su esposa, lo hizo abrir... ¡él sabría para qué!
Baldosas blancas y negras, diseño "art decó", me muestran el camino hacia las habitaciones. Tras un giro de noventa grados paso por la puerta del ama de llaves (auténtico cancerbero de esta zona, bajo su responsabilidad directa). Sus ronquidos (suaves, eso sí) me llegan a través de la puerta cerrada. Después, dos puertas más. Elijo la primera. Si no me equivoco, creo que es la de Esperanza. De las dos doncellas, Esperanza es - pese a la juventud de ambas - la más madura y, posiblemente, la más hermosa también. ¿Qué por qué digo "posiblemente"? Bueno... la hermosura es una percepción tan subjetiva como los ojos que la juzgan. A mí, observada a veces cuando sirve la comida o cuando, ignorante de mi espionaje, bromea con su compañera en los momentos de asueto, me lo parece. Una bonita figura, realzada por un andar cadencioso, casi insolente, hace oscilar una cabellera tupida, clara y suave a la vista, que enmarca un rostro estéticamente equilibrado. En él se abren a la luz dos ojos de un verde impreciso, levemente achinados, que inquietarían si no fuese por la amplia sonrisa que dulcifica sus rasgos en ciertos momentos... De lo demás prefiero no hablar; o mejor, no pensar en ello, pues me niego a reconocer alguna debilidad por y ante ella.
Despacio, como un ladrón, giro el picaporte de la puerta cuando un respingo desde el interior me sobresalta ¡Metí la pata! ¡Esperanza está ahí!
Con torpeza y nerviosismo intento dar marcha atrás, cerrar la puerta que casi he abierto y salir huyendo. Pero en el momento en que voy a hacerlo, ésta acaba de abrirse de un tirón y, entre sorprendida y asustada, Esperanza aparece en el hueco de la misma y se me queda mirando con la boca abierta, incapaz de articular palabra. No sé aún quién es el más sorprendido de los dos, pero...
¡Horror! ¡Puede que un desafortunado equívoco la esté llevando a pensar algo distinto sobre la causa de mi presencia ante su puerta!... ¡qué estúpido!... ¡y qué imperdonable por mi parte no haberme asegurado antes de que realmente hubiera salido!...
Pero ya es tarde. Me deshago en explicaciones que intentan ser coherentes. Intento ser lógico, deshacer el posible error, quitar la malintencionada causalidad que puede rodear este momento... - Ehhh... bueno.....siempre me pregunto donde podrían meterse ustedes en la sobremesa,...y ... ehhh... la curiosidad.... (¡Joder! ¡También era casualidad - me pensaba mientras notaba que el rubor atacaba mi rostro, mis manos, mis orejas. Para un día que me decido a curiosear y... ¡el cazador cazado!) - ¡Ah, eso! ¿Y por qué no lo ha preguntado antes? - me corta el balbuceo Esperanza, con una de sus más bellas sonrisas. No obstante, pese a su rostro afable, en el fondo de la voz se nota un ligerísimo temblor, causado sin duda por la sorpresa de encontrarse de sopetón conmigo a su puerta. - Si al señor le apetece - ahora aprecio, no sé por qué, un cierto tono irónico - y no le importa, puede acceder a mi humilde estancia y comprobar cómo pasa la tarde una de sus sirvientas.
Se aparta levemente de la puerta. Me trago mi orgullo y mi sentido del ridículo y penetro en la pequeña habitación que hace las veces de dormitorio y sala de estar (la verdad es que no es tan pequeña, pero en todas las novelas que he leído así se describe, y la norma es la norma). Bien arreglada, limpia. El sol entra con sus rayos de media tarde dando a la estancia una calidez acogedora de la que, en estos momentos, carecen las habitaciones principales (que si el lector ha leído atentamente las páginas anteriores debe deducir que miran hacia el este).
Me sorprenden tanto la habitación en sí como su contenido, pues es la primera vez en mi vida que entro en una de ellas. Por describirla rápidamente (la norma, no se olvide), una cama a la izquierda de la entrada, una mesa en la pared de la derecha, a los pies de ella y, en medio, la ventana, frente a la puerta que ahora se encuentra a mis espaldas. En la pared, junto a la cama,... una estantería repleta de libros. Y junto a la mesa, a mi derecha, un par de armarios empotrados. - ¿Le sorprende algo? Mi rostro debe decirlo todo. - ¿Qué si me sorprende? ¡Por supuesto! Esa estantería... tantos libros... - ¿Piensa que el servicio no lee? ¡Claro, todos nosotros somos analfabetos... ¡Por eso estamos aquí, en su casa! ¿No?
No hago caso a su cínica crítica, pese a que encierra un deje de rabia que es difícil no apreciar. No puedo resistirlo e, intrigado, me dirijo a la biblioteca bajo la mirada zumbona de su dueña. Ediciones baratas, con mala encuadernación,... pero autores selectos y muy escogidos. Poesía alemana, literatura rusa (básicamente cuentos) y bastante literatura moderna. Ahora he sido yo el que ha abierto la boca sorprendido. - ¿Le pasa algo al señor? - la pregunta me saca del momentáneo aturdimiento, me giro hacia la voz y, a la vez, mi vista recorre la pared.
Sobre la mesa, encendido, un ordenador (uno de los que les había regalado) ¡y en uso!! Nueva sorpresa. ¡El servicio lee y, además, usa el ordenador!! ¡Los untermenschenn (como los calificaba irónicamente un primo mío hace años, que ahora actúa en una importante labor democrática en las oficinas de la Comunidad) desarrollan, o al menos así lo parece, una mayor actividad intelectual que yo!!
No salgo de mi asombro, lo cual debe reflejarse estúpidamente en mi actitud. Esperanza estalla en divertidas carcajadas.
Se interrumpe un momento y, poniéndose jocosamente seria, añade: - "Estaba en Internet". - ¡Ah, ya! - me doy por enterado, aunque no tengo ni idea de lo que me habla, pero, ¿cómo voy a ser yo menos, el señor de la casa, que una sirvienta por atractiva que ésta sea?
Algo, sin embargo, en mi respuesta, debe haberle confirmado que sé muy poco de eso porque inmediatamente me invita a sentarme ante la fatídica pantalla con un "¿quiere probar?" y un gesto con la mano que hace imposible rechazar la invitación.
La situación es complicada. Ante mí, una pantalla con una serie de dibujos y leyendas que cambian continuamente... Tras de mí, como cerrando cualquier vía de escape, Esperanza.
Lo que resta de tarde se me vuelve una mezcolanza y una jerigonza indescifrables, enfrentándome a palabras nuevas, a nuevos conceptos que me hacen sentir el párvulo de mis años infantiles. Cientos de extraños nombres se mezclan mientras mis neuronas se vuelven locas intentando descifrarlos y clasificarlos adecuadamente, conduciéndome inevitablemente a una enorme empanadilla mental. Web, software, ciberespacio, chip, nick, Kruela, invoice, u264755... !!!
Esperanza, con paciencia, va intentando conducirme por este follón al que ella, familiarmente me parece, llama Red...
Cada vez que, desde detrás de mí, se inclina para indicarme qué hacer, "clickear", "arrastrar", "ratón", "grabar"..., noto la presión de sus pechos en mi espalda mientras los rizos de su pelo juegan en mi cuello traviesamente. El calor de su mano dirigiendo la mía y un leve aroma de limpieza que emana de su cuerpo...
Su presencia se me hace cada vez más irresistible, más ansiada, hasta que en un momento...
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Bueno, navegamos gracias a Internet. ¡Y de qué manera! Conocí esa tarde todos los trucos y rincones, todos los caminos insospechados por mí, la rapidez de descarga... Leí, como en un libro abierto, todo el conocimiento de Esperanza. Y bebí todo su afecto y calor.
Nos amamos con la intensidad y concentración que nace del conocimiento imprevisto, inesperado, pero inevitable.
La experiencia de Internet fue, indudablemente, maravillosa. Cuando, ya tarde, abandoné la habitación de Esperanza posiblemente no conociera demasiado de la Red, pero sí hasta el más mínimo poro de mi maestra, hasta su más recóndita peca, y sus reacciones, así como ella las mías... en un lecho frente a una pantalla de ordenador.
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Al día siguiente monté el ordenador que dormía en el despacho de mi padre, de mi abuelo... Tuve que llamar urgentemente a un técnico, lo confieso, para poder poner en marcha aquel galimatías de cables. Y ahora, de vez en cuando, navego. Cada día con más soltura, con más rapidez, con más... También conecto a veces el ordenador...
Pues si he de ser sincero, cada jueves por la tarde prefiero navegar al viento libre de Esperanza, me dejo llevar como una almadía por sus corrientes. Volamos así juntos hasta que los chips de nuestro ordenador saltan ante la modulación in crescendo del placer.
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Así conocí Internet. Así conocí a Esperanza. Así conocí cómo es ese mundo al que algunos llaman "virtual", inabarcable, inacabable. Confío en que ella siga siendo para mí la misma cosa, pero sin virtualidades, en la realidad. En esa realidad en la que los sentimientos, desbordados, me aten de modo invisible, infinito, a ella...
Como una red de redes, a la que nunca podrá sustituir esa pantalla de colorines de 17 pulgadas...
Porque ya no soy demasiado joven aunque, la verdad, no puedo quejarme en absoluto...