STURMTRUPPEN.
La explosión retumba en sus oídos como el grito de un gigante. Su aliento caliente le envuelve mientras esquirlas de acero casi fundido silban a pocos centímetros, aullando con salvajismo.
Se pega más al barro. Se transforma en parte de él. Es tierra y muerte.
El casco le protege la cabeza, sus pocas ideas. Un ligero temblor, casi imperceptible, le recorre el cuerpo. No, no es miedo. Le han enseñado a no tenerlo.
Piensa: “Si me viera, madre podría sentirse orgullosa de mí. Padre quizá también, si aún estuviese vivo”. Le vio por última vez hace exactamente tres años, por marzo. Después un par de cartas y en abril del año siguiente, en el 43, la notificación oficial: “El comandante del Panzer Abteilung 129 tiene el honor de comunicarle que, en la lucha por el Führer y la Patria, el Unteroffizier…”
A su lado, Grüber llora. Oye sus gemidos en la noche, entre los disparos que pasan, gimiendo inofensivos, hasta estrellarse en las fachadas de alrededor.
- ¡Calla!, le grita con rabia.
Pero no lo hace. Le dan ganar de levantarse y aporrearle la cabeza, pero es mejor así. Es un desahogo. Sabe que en unos minutos todo se le pasará. Luego se volverá tan ciego como él, como cualquiera del pelotón que, inmóvil, yace en el suelo esperando.
Aprieta con fuerza el Stg, respira hondo y se atreve a levantar la vista despacio, muy despacio. Escupe barro mientras observa. Un vehículo arde en medio de la calle. A su lado, bultos informes recuerdan a seres humanos que, sorprendidos, han fumado su último cigarrillo antes de ser destrozados por el fuego. La calle está salpicada de restos y paquetes. Algunos papeles vuelan caprichosamente en corrientes convectivas creadas por los incendios, dando un aspecto terriblemente jocoso al drama. Al fondo, justo en aquella casa con el portalón derribado, debe estar el estúpido que quiere detenerlos.
Están a ocho kilómetros del frente, en la retaguardia enemiga, y llegar aquí les ha costado demasiado para que ahora pretenda frenarlos un imbécil con un fusil y varias granadas de mano.
Son Sturmtruppen. ¡Elite del pueblo para salvar al pueblo! Al menos así se lo han insistido una y otra vez durante la estancia en la Führerschule de la que hace tres noches, en la madrugada fría, los sacaron a gritos, los armaron, los pertrecharon con todo lo imaginable y, al mando de un taciturno Hauptmann procedente del frente del Este, con el rostro cruzado de cicatrices y el pecho repleto de condecoraciones, subieron en dos camiones asmáticos que los trasladaron hasta la línea de combate.
Cuando bajaron de los vehículos, los soldados, sorprendidos, aminoraban su paso al xruzarse con ellos.
“¿A esto hemos llegado? ¡Lástima del Reich!”. La mirada airada de su capitán hizo callar al veterano que, lleno de barro, siguió su camino arrastrando los pies y limpiando su pipa mientras el pelotón intentaba acomodarse lo mejor posible en un inmueble destrozado, a la espera de la oscuridad nocturna para cruzar las líneas.
* * *
- ¿Y cuándo tendrá nuestro pequeño Vogel el honor de servir al Führer?
La pregunta no cogía de sorpresa a su madre. Le acarició la cabeza mientras vigilaba atentamente que el carnicero preguntón no escatimara los pocos gramos de carne que, como viuda, le correspondían como ración extra de su cartilla de racionamiento.
- Pronto, muy pronto – respondió con decisión. Notó que su caricia era más crispada, más dura.
- Esperemos que así sea, antes de que esa horda llegue aquí. Nos hace falta sangre joven, enérgica, que crea en la victoria y que luche por nuestros ideales.
¡Ideales! Ahora quisiera él ver aquí a aquel gordinflón sonrosado. Posiblemente la metralla rasante de las granadas ya le hubiera volado su orondo culo, sus ideales y su victoria.
Un tintineo metálico distrae un segundo su atención. Son balas locas. Rebotan en cualquier lado y siguen trayectorias imprevisibles. Se ajusta el casco de acero apretando el barboquejo bajo su barbilla, a la espera del silbato de su jefe. Indicará que hay que levantarse, lanzarse adelante, hacia lo que, ninguno lo ignora, pueden ser sus últimos metros de vida.
Una bengala roja salta al cielo. Es la señal. El estómago se encoge, pero sigue sin tener miedo. Cuando el falso astro llega al suelo y apaga su luz entre chisporroteos siseantes, el pitido estridente del silbato alcanza al oído entre cientos de otros ruidos. Las sombras alargadas se expanden, se extienden.
¡Adelante!
Salta.
Grüber ha dejado de llorar y ahora corre a su lado mientras desenrosca el tapón de una granada que inmediatamente lanza a su derecha, hacia una puerta abierta. Estalla cuando ya la han dejado unos metros atrás.
Lo mismo hacen Günther y Fritz a su izquierda.
Siempre es así, al menos en las maniobras que han realizado en la escuela de futuros mandos. Una calle, puertas a ambos lados, granadas lanzadas a la carrera desde los flancos, mientras en el centro el jefe y dos o tres del grupo disparan una lluvia de fuego contra todo lo que ose moverse en su campo de visión.
Es increíble hasta qué punto se desata el infierno detrás de ellos. Llamaradas, astillas y piedras, a veces restos humanos, se entrecruzan como una bóveda rugiente a sus espaldas, tras su paso.
“¡Madre, si pudieras verme ahora reventarías de orgullo! ¡Tu Vogel luchando por la Patria, por el recuerdo de mi padre, por ti… ¡incluso por el carnicero!”
Sólo es una escaramuza más para no dar tregua, para hacer sentirse inseguro al invasor, pero en este momento, para todos, es el Apocalipsis. Y ellos sus jinetes. Insensibles, implacables, ciegos y ebrios de fuego y humo, con las cabezas gachas, corren hacia el fondo de la calle, montando y lanzando granadas hacia ninguna parte en realidad.
Algunas casas arden, en otras se oyen alaridos de pánico ante la fulminante tormenta que están provocando esos niños-soldados. Y el idiota de enfrente parece haberse asustado, pues no responde ya a los disparos.
Una mujer grita, algún niño llora, pero nada distrae su atención si es que la tienen. Nada puede detenerlos en su labor destructora. Son los Sturmtruppen. Los herederos de los héroes de aquellas tropas de asalto durante la Gran Guerra. Llevan el horro y el duelo en sus mochilas para esparcirlo alrededor en su alocada marcha. Y les acompaña, asido de una argolla en la nariz forjada por los nuevos Nibelungos, el mismo diablo.
Cuando ve al Hauptmann retorcerse, boquear y caer al suelo arrojado a él por la mano invisible del huracán de fuego, se desconcierta un segundo. ¡Sólo uno!, el necesario para que, desde la casa que arde a su derecha, alguien dispare una ráfaga que corre como una serpiente, levanta surtidores de barro, y llega hasta él rodeándole y abrazándolo.
Le muerde.
Quiere seguir andando, pero no puede. En un instante, el fusil de asalto pesa miles de kilos y le arrastra al suelo.
A su alrededor todo es ruido y relámpagos. La tormenta se aleja calle adelante, aminora como una ola al romper en la arena y, poco a poco, vuelve el silencio.
Oye unos pasos que se acercan. Se detienen a su lado. Una bota le pega en la cadera. Una culata toca con precaución, suavemente, en su casco. Lo percibe todo, pero no puede moverse. Alguien le da la vuelta.
- Joder, si es un crío…
“No, soy un Sturmtuppen, un soldado del Reich, un …”
- Salvajes. Son unos salvajes desesperados – dice la voz - ¡qué mierda! Mandan a niños..
“No, cerdo. Tengo dieciséis años. Soy un hombre, un soldado, soy…”
- Si su madre lo viera ahora… Está listo.
“Mi madre… madre, ¿verdad que te sientes orgullosa de mí?”
Las voces se apagan, los incendios van desapareciendo de sus ojos, todo se hace borroso, oscuro, más oscuro… se abandona al vértigo.
Se pega más al barro. Se transforma en parte de él. Es tierra y muerte.
El casco le protege la cabeza, sus pocas ideas. Un ligero temblor, casi imperceptible, le recorre el cuerpo. No, no es miedo. Le han enseñado a no tenerlo.
Piensa: “Si me viera, madre podría sentirse orgullosa de mí. Padre quizá también, si aún estuviese vivo”. Le vio por última vez hace exactamente tres años, por marzo. Después un par de cartas y en abril del año siguiente, en el 43, la notificación oficial: “El comandante del Panzer Abteilung 129 tiene el honor de comunicarle que, en la lucha por el Führer y la Patria, el Unteroffizier…”
A su lado, Grüber llora. Oye sus gemidos en la noche, entre los disparos que pasan, gimiendo inofensivos, hasta estrellarse en las fachadas de alrededor.
- ¡Calla!, le grita con rabia.
Pero no lo hace. Le dan ganar de levantarse y aporrearle la cabeza, pero es mejor así. Es un desahogo. Sabe que en unos minutos todo se le pasará. Luego se volverá tan ciego como él, como cualquiera del pelotón que, inmóvil, yace en el suelo esperando.
Aprieta con fuerza el Stg, respira hondo y se atreve a levantar la vista despacio, muy despacio. Escupe barro mientras observa. Un vehículo arde en medio de la calle. A su lado, bultos informes recuerdan a seres humanos que, sorprendidos, han fumado su último cigarrillo antes de ser destrozados por el fuego. La calle está salpicada de restos y paquetes. Algunos papeles vuelan caprichosamente en corrientes convectivas creadas por los incendios, dando un aspecto terriblemente jocoso al drama. Al fondo, justo en aquella casa con el portalón derribado, debe estar el estúpido que quiere detenerlos.
Están a ocho kilómetros del frente, en la retaguardia enemiga, y llegar aquí les ha costado demasiado para que ahora pretenda frenarlos un imbécil con un fusil y varias granadas de mano.
Son Sturmtruppen. ¡Elite del pueblo para salvar al pueblo! Al menos así se lo han insistido una y otra vez durante la estancia en la Führerschule de la que hace tres noches, en la madrugada fría, los sacaron a gritos, los armaron, los pertrecharon con todo lo imaginable y, al mando de un taciturno Hauptmann procedente del frente del Este, con el rostro cruzado de cicatrices y el pecho repleto de condecoraciones, subieron en dos camiones asmáticos que los trasladaron hasta la línea de combate.
Cuando bajaron de los vehículos, los soldados, sorprendidos, aminoraban su paso al xruzarse con ellos.
“¿A esto hemos llegado? ¡Lástima del Reich!”. La mirada airada de su capitán hizo callar al veterano que, lleno de barro, siguió su camino arrastrando los pies y limpiando su pipa mientras el pelotón intentaba acomodarse lo mejor posible en un inmueble destrozado, a la espera de la oscuridad nocturna para cruzar las líneas.
* * *
- ¿Y cuándo tendrá nuestro pequeño Vogel el honor de servir al Führer?
La pregunta no cogía de sorpresa a su madre. Le acarició la cabeza mientras vigilaba atentamente que el carnicero preguntón no escatimara los pocos gramos de carne que, como viuda, le correspondían como ración extra de su cartilla de racionamiento.
- Pronto, muy pronto – respondió con decisión. Notó que su caricia era más crispada, más dura.
- Esperemos que así sea, antes de que esa horda llegue aquí. Nos hace falta sangre joven, enérgica, que crea en la victoria y que luche por nuestros ideales.
¡Ideales! Ahora quisiera él ver aquí a aquel gordinflón sonrosado. Posiblemente la metralla rasante de las granadas ya le hubiera volado su orondo culo, sus ideales y su victoria.
Un tintineo metálico distrae un segundo su atención. Son balas locas. Rebotan en cualquier lado y siguen trayectorias imprevisibles. Se ajusta el casco de acero apretando el barboquejo bajo su barbilla, a la espera del silbato de su jefe. Indicará que hay que levantarse, lanzarse adelante, hacia lo que, ninguno lo ignora, pueden ser sus últimos metros de vida.
Una bengala roja salta al cielo. Es la señal. El estómago se encoge, pero sigue sin tener miedo. Cuando el falso astro llega al suelo y apaga su luz entre chisporroteos siseantes, el pitido estridente del silbato alcanza al oído entre cientos de otros ruidos. Las sombras alargadas se expanden, se extienden.
¡Adelante!
Salta.
Grüber ha dejado de llorar y ahora corre a su lado mientras desenrosca el tapón de una granada que inmediatamente lanza a su derecha, hacia una puerta abierta. Estalla cuando ya la han dejado unos metros atrás.
Lo mismo hacen Günther y Fritz a su izquierda.
Siempre es así, al menos en las maniobras que han realizado en la escuela de futuros mandos. Una calle, puertas a ambos lados, granadas lanzadas a la carrera desde los flancos, mientras en el centro el jefe y dos o tres del grupo disparan una lluvia de fuego contra todo lo que ose moverse en su campo de visión.
Es increíble hasta qué punto se desata el infierno detrás de ellos. Llamaradas, astillas y piedras, a veces restos humanos, se entrecruzan como una bóveda rugiente a sus espaldas, tras su paso.
“¡Madre, si pudieras verme ahora reventarías de orgullo! ¡Tu Vogel luchando por la Patria, por el recuerdo de mi padre, por ti… ¡incluso por el carnicero!”
Sólo es una escaramuza más para no dar tregua, para hacer sentirse inseguro al invasor, pero en este momento, para todos, es el Apocalipsis. Y ellos sus jinetes. Insensibles, implacables, ciegos y ebrios de fuego y humo, con las cabezas gachas, corren hacia el fondo de la calle, montando y lanzando granadas hacia ninguna parte en realidad.
Algunas casas arden, en otras se oyen alaridos de pánico ante la fulminante tormenta que están provocando esos niños-soldados. Y el idiota de enfrente parece haberse asustado, pues no responde ya a los disparos.
Una mujer grita, algún niño llora, pero nada distrae su atención si es que la tienen. Nada puede detenerlos en su labor destructora. Son los Sturmtruppen. Los herederos de los héroes de aquellas tropas de asalto durante la Gran Guerra. Llevan el horro y el duelo en sus mochilas para esparcirlo alrededor en su alocada marcha. Y les acompaña, asido de una argolla en la nariz forjada por los nuevos Nibelungos, el mismo diablo.
Cuando ve al Hauptmann retorcerse, boquear y caer al suelo arrojado a él por la mano invisible del huracán de fuego, se desconcierta un segundo. ¡Sólo uno!, el necesario para que, desde la casa que arde a su derecha, alguien dispare una ráfaga que corre como una serpiente, levanta surtidores de barro, y llega hasta él rodeándole y abrazándolo.
Le muerde.
Quiere seguir andando, pero no puede. En un instante, el fusil de asalto pesa miles de kilos y le arrastra al suelo.
A su alrededor todo es ruido y relámpagos. La tormenta se aleja calle adelante, aminora como una ola al romper en la arena y, poco a poco, vuelve el silencio.
Oye unos pasos que se acercan. Se detienen a su lado. Una bota le pega en la cadera. Una culata toca con precaución, suavemente, en su casco. Lo percibe todo, pero no puede moverse. Alguien le da la vuelta.
- Joder, si es un crío…
“No, soy un Sturmtuppen, un soldado del Reich, un …”
- Salvajes. Son unos salvajes desesperados – dice la voz - ¡qué mierda! Mandan a niños..
“No, cerdo. Tengo dieciséis años. Soy un hombre, un soldado, soy…”
- Si su madre lo viera ahora… Está listo.
“Mi madre… madre, ¿verdad que te sientes orgullosa de mí?”
Las voces se apagan, los incendios van desapareciendo de sus ojos, todo se hace borroso, oscuro, más oscuro… se abandona al vértigo.
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