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Escribiendo mal

¿A quién no le gusta leerse en la Red? A mí sí. Por eso creo este blog. Quiero incluir en él todos mis experimentos "literarios", buenos o malos, pero míos. A ti que miras: No te aconsejo que lo leas todo de un tirón. No podrías. Además... te cansarías.

9.10.10

STURMTRUPPEN.

La explosión retumba en sus oídos como el grito de un gigante. Su aliento caliente le envuelve mientras esquirlas de acero casi fundido silban a pocos centímetros, aullando con salvajismo.
Se pega más al barro. Se transforma en parte de él. Es tierra y muerte.
El casco le protege la cabeza, sus pocas ideas. Un ligero temblor, casi imperceptible, le recorre el cuerpo. No, no es miedo. Le han enseñado a no tenerlo.
Piensa: “Si me viera, madre podría sentirse orgullosa de mí. Padre quizá también, si aún estuviese vivo”. Le vio por última vez hace exactamente tres años, por marzo. Después un par de cartas y en abril del año siguiente, en el 43, la notificación oficial: “El comandante del Panzer Abteilung 129 tiene el honor de comunicarle que, en la lucha por el Führer y la Patria, el Unteroffizier…”
A su lado, Grüber llora. Oye sus gemidos en la noche, entre los disparos que pasan, gimiendo inofensivos, hasta estrellarse en las fachadas de alrededor.
- ¡Calla!, le grita con rabia.
Pero no lo hace. Le dan ganar de levantarse y aporrearle la cabeza, pero es mejor así. Es un desahogo. Sabe que en unos minutos todo se le pasará. Luego se volverá tan ciego como él, como cualquiera del pelotón que, inmóvil, yace en el suelo esperando.
Aprieta con fuerza el Stg, respira hondo y se atreve a levantar la vista despacio, muy despacio. Escupe barro mientras observa. Un vehículo arde en medio de la calle. A su lado, bultos informes recuerdan a seres humanos que, sorprendidos, han fumado su último cigarrillo antes de ser destrozados por el fuego. La calle está salpicada de restos y paquetes. Algunos papeles vuelan caprichosamente en corrientes convectivas creadas por los incendios, dando un aspecto terriblemente jocoso al drama. Al fondo, justo en aquella casa con el portalón derribado, debe estar el estúpido que quiere detenerlos.
Están a ocho kilómetros del frente, en la retaguardia enemiga, y llegar aquí les ha costado demasiado para que ahora pretenda frenarlos un imbécil con un fusil y varias granadas de mano.
Son Sturmtruppen. ¡Elite del pueblo para salvar al pueblo! Al menos así se lo han insistido una y otra vez durante la estancia en la Führerschule de la que hace tres noches, en la madrugada fría, los sacaron a gritos, los armaron, los pertrecharon con todo lo imaginable y, al mando de un taciturno Hauptmann procedente del frente del Este, con el rostro cruzado de cicatrices y el pecho repleto de condecoraciones, subieron en dos camiones asmáticos que los trasladaron hasta la línea de combate.
Cuando bajaron de los vehículos, los soldados, sorprendidos, aminoraban su paso al xruzarse con ellos.
“¿A esto hemos llegado? ¡Lástima del Reich!”. La mirada airada de su capitán hizo callar al veterano que, lleno de barro, siguió su camino arrastrando los pies y limpiando su pipa mientras el pelotón intentaba acomodarse lo mejor posible en un inmueble destrozado, a la espera de la oscuridad nocturna para cruzar las líneas.

* * *

- ¿Y cuándo tendrá nuestro pequeño Vogel el honor de servir al Führer?
La pregunta no cogía de sorpresa a su madre. Le acarició la cabeza mientras vigilaba atentamente que el carnicero preguntón no escatimara los pocos gramos de carne que, como viuda, le correspondían como ración extra de su cartilla de racionamiento.
- Pronto, muy pronto – respondió con decisión. Notó que su caricia era más crispada, más dura.
- Esperemos que así sea, antes de que esa horda llegue aquí. Nos hace falta sangre joven, enérgica, que crea en la victoria y que luche por nuestros ideales.


¡Ideales! Ahora quisiera él ver aquí a aquel gordinflón sonrosado. Posiblemente la metralla rasante de las granadas ya le hubiera volado su orondo culo, sus ideales y su victoria.
Un tintineo metálico distrae un segundo su atención. Son balas locas. Rebotan en cualquier lado y siguen trayectorias imprevisibles. Se ajusta el casco de acero apretando el barboquejo bajo su barbilla, a la espera del silbato de su jefe. Indicará que hay que levantarse, lanzarse adelante, hacia lo que, ninguno lo ignora, pueden ser sus últimos metros de vida.
Una bengala roja salta al cielo. Es la señal. El estómago se encoge, pero sigue sin tener miedo. Cuando el falso astro llega al suelo y apaga su luz entre chisporroteos siseantes, el pitido estridente del silbato alcanza al oído entre cientos de otros ruidos. Las sombras alargadas se expanden, se extienden.
¡Adelante!
Salta.
Grüber ha dejado de llorar y ahora corre a su lado mientras desenrosca el tapón de una granada que inmediatamente lanza a su derecha, hacia una puerta abierta. Estalla cuando ya la han dejado unos metros atrás.
Lo mismo hacen Günther y Fritz a su izquierda.
Siempre es así, al menos en las maniobras que han realizado en la escuela de futuros mandos. Una calle, puertas a ambos lados, granadas lanzadas a la carrera desde los flancos, mientras en el centro el jefe y dos o tres del grupo disparan una lluvia de fuego contra todo lo que ose moverse en su campo de visión.
Es increíble hasta qué punto se desata el infierno detrás de ellos. Llamaradas, astillas y piedras, a veces restos humanos, se entrecruzan como una bóveda rugiente a sus espaldas, tras su paso.
“¡Madre, si pudieras verme ahora reventarías de orgullo! ¡Tu Vogel luchando por la Patria, por el recuerdo de mi padre, por ti… ¡incluso por el carnicero!”
Sólo es una escaramuza más para no dar tregua, para hacer sentirse inseguro al invasor, pero en este momento, para todos, es el Apocalipsis. Y ellos sus jinetes. Insensibles, implacables, ciegos y ebrios de fuego y humo, con las cabezas gachas, corren hacia el fondo de la calle, montando y lanzando granadas hacia ninguna parte en realidad.
Algunas casas arden, en otras se oyen alaridos de pánico ante la fulminante tormenta que están provocando esos niños-soldados. Y el idiota de enfrente parece haberse asustado, pues no responde ya a los disparos.
Una mujer grita, algún niño llora, pero nada distrae su atención si es que la tienen. Nada puede detenerlos en su labor destructora. Son los Sturmtruppen. Los herederos de los héroes de aquellas tropas de asalto durante la Gran Guerra. Llevan el horro y el duelo en sus mochilas para esparcirlo alrededor en su alocada marcha. Y les acompaña, asido de una argolla en la nariz forjada por los nuevos Nibelungos, el mismo diablo.
Cuando ve al Hauptmann retorcerse, boquear y caer al suelo arrojado a él por la mano invisible del huracán de fuego, se desconcierta un segundo. ¡Sólo uno!, el necesario para que, desde la casa que arde a su derecha, alguien dispare una ráfaga que corre como una serpiente, levanta surtidores de barro, y llega hasta él rodeándole y abrazándolo.
Le muerde.
Quiere seguir andando, pero no puede. En un instante, el fusil de asalto pesa miles de kilos y le arrastra al suelo.
A su alrededor todo es ruido y relámpagos. La tormenta se aleja calle adelante, aminora como una ola al romper en la arena y, poco a poco, vuelve el silencio.
Oye unos pasos que se acercan. Se detienen a su lado. Una bota le pega en la cadera. Una culata toca con precaución, suavemente, en su casco. Lo percibe todo, pero no puede moverse. Alguien le da la vuelta.
- Joder, si es un crío…
“No, soy un Sturmtuppen, un soldado del Reich, un …”
- Salvajes. Son unos salvajes desesperados – dice la voz - ¡qué mierda! Mandan a niños..
“No, cerdo. Tengo dieciséis años. Soy un hombre, un soldado, soy…”
- Si su madre lo viera ahora… Está listo.
“Mi madre… madre, ¿verdad que te sientes orgullosa de mí?”
Las voces se apagan, los incendios van desapareciendo de sus ojos, todo se hace borroso, oscuro, más oscuro… se abandona al vértigo.

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29.9.10

TAXONOMÍA LEGAL.

Publicado por primera vez en el Proyecto Versiones nº 2 (web Anika entre Libros). Mayo 2006.

Llevo de ujier en esta Sala de lo Penal nº 4 muchos años. Quizás demasiados.


Abriendo y cerrando puertas, anunciando citaciones a voz en grito en el pasillo y cuidando el mobiliario, me han salido canas... aunque mi mujer se empeña en que parte de ellas se debe al aura negativa de tantos tipos raros como han desfilado por este tribunal desde que estoy aquí.


Y puede que lleve razón.


Siempre me han llamado la atención sus rostros. Dicen que la cara es el espejo del alma y eso es innegable. Doy fe.


Por ejemplo: el que observo en estos momentos es un rostro que incluso a mí, acostumbrado a las cataduras más increíbles, me eriza el vello de la nuca. Está ahí y me mira directamente, observando con ojos semientornados cada uno de mis movimientos…

Es difícil soportar el desfile diario de personas cuyos destinos se deciden en esta sala.


Hay quienes, cuando retumba una sentencia entre la madera de estas paredes, sonríen compasivamente, miran inquisitivos a los asistentes de forma paternal y sólo les falta gritar a los asistentes “¿Ven lo bueno que soy? ¿A que les ha engañado mi apariencia?”.


Pero a pesar de su sonrisa bondadosa y de sus formas comedidas, siempre he tenido en cuenta que hay que tener mucho cuidado con esos tipos. Como algu-nos depredadores (la hiena, que lo he visto en un documental de la tele hace poco), actúan de idéntica manera. Confían a su víctima para acabar con ella de una dentellada súbita, mortal y resolutiva.

Otros no. Otros pueden llegar a provocar auténtico pánico. Ya son conocidos de estos pasillos, de esta salas. Y cuando a mí me corresponde cerrar las puertas y asegurarme de que nadie más vaya a molestar durante el desarrollo de la sesión, en estos casos me da la impresión de que me estoy encerrando en una jaula con una fiera salvaje. Y la misma sensación se extiende irremisiblemente, puedo apreciarlo bien (que para eso tengo tantos años de experiencia), entre los asistentes, si la audiencia es pública.


Todos callan. El silencio, ominoso, revolotea en el aire. La tensión se palpa en el ambiente. Y la mirada del provocador se pasea amenazadora de unos y otros. Grave, impasible e inclemente, parece decir: “¿Alguno de vosotros no ha cometido alguna vez un delito tan horrible como el mío que os hiciera estar donde yo estoy en este momento? Conozco vuestro secreto. ¡A mí no podéis engañarme!”.


El de esta especie sonríe igual que Edward G. Robinson, deseoso de envolver en cemento rápido los pies del chivato. O como Humphrey Bogart, cigarrillo en la comisura del labio, limpiando meticulosamente su revólver e intentando radiografiar con sus ojos la estatuilla de un halcón.


Sí; así miran algunos. ¡Con toda la ley detrás!


Y a su mirada, yo, que estoy acostumbrado a tales situaciones, noto como los testigos se encogen e intentan ocultarse entre sus ropas. Algunos guardias manifiestan un extraño tic que les hace dirigir inconscientemente su mano a las fundas de sus pistolas. Incluso algún que otro abogado novato comienza a sudar.


A mí… bueno, yo sólo trasluzco mis nervios con un ligero carraspeo y con la sensación de que el uniforme de ujier me queda repentinamente algo ancho.

Por último están los que, como éste que motiva mi discurso y que me observa detenidamente, son difícilmente clasificables. Tienen un aire ligeramente despistado, como el que piensa que la cosa no va con él. ¡A saber en qué turbios asuntos estará metido!


Porque los de su clase son realmente imprevisibles, como una suma de los dos tipos anteriores. Y son, por supuesto, los más peligrosos.


Su voz y sus maneras inducen a no desconfiar de ellos, a volverles la espalda sin imaginar que, al fin y al cabo, están desarrollando otra técnica de depredación. Si pudieran abrir sus mentes y leer sus pensamientos, seguro que encontrarían algo como: “Primero te confío, casi te induzco a pedirme un cigarrillo y a poner los pies sobre la mesa si eso fuese posible. Y una vez confiado, porque me has subestimado, una vez que me has vuelto la espalda, cuando no me creas capaz, en cuanto hayas adormecido tus mecanismos de alerta, saltaré sobre ti y te despedazaré en un santiamén”.


Sí, son altamente pelig…

- ¿Puede el ujier cerrar las puertas?


Su voz retumba en mis oídos y me sobresalta. E temblor recorre mi cuerpo. Ahora sí es verdad que se ha fijado en mí. ¡Estoy perdido!
Me vuelvo lentamente, evitando provocarlo con un gesto demasiado rápido que pueda motivar una reacción violenta por su parte. Y mientras lo hago, mi voz farfulla débilmente:

- Sí, Señoría...

26.4.10

LA TOMA DE LA BASTILLA.

Recorrió con sus dedos los lomos de los libros que descansaban, en silencio, en la estantería que corría a la altura de su pecho. Sus yemas percibían las filigranas, los adornos, el cuero domado, el repujado y dorado formando letras, títulos,…

Cerró los ojos con el absurdo convencimiento de que las hojas, aprisionadas entre duras tapas de piel, le transmitirían los pensamientos, los sentimientos y las ideas de los que, en otros tiempos, habían creado tales obras de arte.
Esperaba que, en cualquier momento, los volúmenes le gritaran toda la sabiduría desarrollada en aquellos caracteres entintados que cubrían las páginas, en blanco antes de pasar por las manos del impresor, del encuadernador, del librero…
No oyó nada, ni un solo rumor; no percibió su aliento, ni siquiera el que sutilmente podía circular de estante a estante y que pudiera llevar hasta su nariz el olor del papel, la leve vibración del aire, conmovido al menos una vez por la intensidad de su deseo.
Nada. Era la negación del todo, de lo absoluto, de sus sueños.
Gimió. Casi imperceptiblemente, aunque en el silencio de la biblioteca le pareció que estallaba como un estruendo, que se multiplicaba en cada estante, en cada sección, en toda aquella enorme sala cuyas paredes se adornaban con miles de títulos.


Le pareció que la bibliotecaria iba a llamarle la atención.
Chica joven, guapa, muy atractiva, rompía el concepto, durante décadas acuñado por el saber popular, de cómo debía ser una mujer que se enterraba entre títulos y autores reseñados en pequeñas fichas, a la espera de que algún ratón de biblioteca entrara a pasar las horas muertas entre sesudos libracos que estaban sólo para eso, para ratones de biblioteca.
Miró hacia ella y, como intuyendo el giro de su rostro, la chica levantó los ojos de la pantalla, le sonrió y volvió a su trabajo de recopilación y de clasificación como si no hubiera nada más importante en el mundo.
Suspiró aliviado. Su gemido había sido más suave de lo que su imaginación, desbocada, le había hecho creer.


Eran sólo las cinco de la tarde pero la tormenta que desde la calle alcanzaba a dejar oír su rumor allí dentro había robado la luz hasta el punto de parecer de noche.
Poco a poco su cuerpo fue desplazándose, casi sin sentirlo, hasta la sección de biografías. Allí, en orden alfabético, pudo ir observando lo que el mundo editorial había sacado a la luz, por diversos motivos, en los últimos años.
Estaba claro que entre esas obras no encontraría lo que buscaba.
Había que remontarse a mediados del siglo XIX para encontrar al autor que se había atrevido, tan sólo él, único en su especie, a biografiar a Carlos Sanjuan Gilabert, aunque el título de la obra, por lo que sabía, fuese tan raro como absurdo: “Él”.
Así, a secas, pronombre personal de tercera persona, singular.
Quizás en los fondos no expuestos al público…


Dudó un momento antes de encaminarse hasta la bibliotecaria.
Ésta, al oírlo, levantó la vista en su dirección y le regaló otra bonita sonrisa como la de minutos antes, aunque esta vez en sus ojos no se leía condescendencia, sino curiosidad.

-¿Y…?


Se quedó parado. No entendió de primeras qué significaba ese monosílabo pronunciado por ella. Cuando cayó en la cuenta, sus reflejos, tardíos, le sirvieron para otro monosílabo:


- Él.


Uno a uno. Empate dialéctico en el más pobre de los diálogos que nunca había desarrollado, se dijo para sí sin poder evitar la risa. Ésta sólo tuvo la facultad de cabrear a la mujer.


- Le he preguntado qué desea – le dijo cortante.


- No es cierto, pero déjelo. No se enfade, no es mi intención. Verá…


Pese a sus disculpas, apreció que sí, que estaba enfadada. Pero si se excusaba más sabía que daría una falsa sensación de culpabilidad, así que siguió:


-… Busco un libro. Una biografía. En las estanterías, obviamente, no la voy a encontrar. Y me preguntaba si no la tendría usted en los fondos más antiguos.


- ¿Puede saberse de qué año es, su autor, la editorial,… no sé, algún dato más que no sea sólo la risa?


Tocado. Ella contraatacaba. Y con acierto, porque consiguió ponerle nervioso. ¡Él y su maldita timidez! Con gran esfuerzo consiguió sobreponerse al ataque.


- Siglo XIX, aproximadamente tercer cuarto de siglo. Autor desconocido. Título “Él”. Imprenta Editorial Fortuna, Puerta del Sol, 6. Madrid… ¿más datos?


- Me sobran todos – respondió ella a su involuntaria chulería- Esta es una biblioteca pública relativamente reciente. Sólo tiene unos cincuenta añitos, por lo que los “fondos” de los que usted habla son más bien escasos. ¿No se habrá usted confundido con la Biblioteca Nacional?


¡Otra vez! Pero, ¿qué le había hecho a aquella mujer para lanzar puya tras puya? Empezó a no caerle simpática. Posiblemente, y puesto que el sentimiento suele ser mutuo, a ella le estuviese pasando lo mismo.


- Perdone, pero ¿ese aparatito que tiene usted ahí es un ordenador?


La sorprendió, se dio cuenta al instante.


- Sí… - se rehízo en un microsegundo - ¿no ha visto usted antes ninguno?


¡Mierda! ¡Otra vez! Le dio la impresión de que en esta soterrada partida de ajedrez ella ganaba de sobra… y sólo jugando con los peones.


- ¿Sabe usted manejarlo? Dándole a algunas teclitas, y según los datos que usted meta en el programa de gestión, posiblemente le diga si ese título está aquí. ¿Quién sabe? A veces hay donaciones de bibliotecas privadas, libros perdidos en baúles, herencias, desalojos de los que el Ayuntamiento no sabe qué hacer con esas cosas llenas de letras que se llaman libros…


Ahí llegó al límite, punto que apreció cuando la chica, pausadamente y con movimiento exagerados, como exhibiéndose ante él, tocó un botón que había junto al teclado del ordenador.
En breves segundos, a su izquierda, tapando la poca luz que la tormenta permitía llegar hasta allí, una mole de muchos kilos y un uniforme paramilitar con un gran parche en el brazo derecho donde podía leerse “SEGURIDAD”, creció a sus ojos hasta alcanzar unos enormes dos metros que, apoyándose con negligencia en el mostrador, preguntaban:


- ¿Ocurre algo, Claudia?


- No, Víctor, no demasiado (¡hasta el nombre lo tiene apropiado esta masa!, pensó él). Aquí el señor – Claudia, que ahora ya sabía que así se llamaba, señaló hacia él con la uña del dedo índice – que desea marcharse pero dice que le da miedo la tormenta. ¿Podrías ayudarle?


- Sin duda, sin duda. ¿Puede seguirme el caballero?


“El caballero”, que intuía que se refería a él, se rascó un poco la coronilla, enrojeció levemente, carraspeó y en menos de cinco segundos, acompañado de aquel androide con ropa humana se encontraba ante la puerta de entrada acristalada mirando aprensivamente las cascadas de agua que, con un hermoso acompañamiento de truenos, parecían decirle “Venga, ánimo, valiente. Atrévete. Entra en mí”.
Como dudó un momento, un leve empujón del segurata le ayudó a decidirse, no del todo voluntariamente.
Y entró en ella, ya lo creo; de pleno. Le dio la bienvenida a la calle el chasquido profundo de un rayo, seguido del horroroso crujido del trueno mientras litros y litros de agua empapaban su indumentaria y le calaban hasta los huesos ante la mirada cínica del guardia, bien sequito tras la puerta acristalada.
Pensó en vengarse, en dirigir todos los rayos que resplandecían en el cielo a la nariz de aquel tipo, pero el único esfuerzo que en ese momento merecía la pena era el de salir corriendo y buscar cobijo en algún lugar antes de acabar ahogado.
Y corrió hasta la esquina, donde un infecto cafetucho de tres al cuarto le dio la bienvenida con su olor a cerveza, a orines de un baño sin aireación y con un dedo de serrín en el suelo para absorber el agua que, desgraciados como él, arrastraban de fuera adentro.


“Reflexiona, cálmate”, se dijo a sí mismo ante la mirada del camarero que limpiaba un vaso con un trapo mugriento mientras con una obsequiosa sonrisa, le preguntaba qué deseaba tomar.


“¡La Bastilla!”, se dijo para sus adentros, lo cual sorprendentemente se tradujo en “un café con leche, gracias”, mientras se sentaba en una mesa de mármol con patas repujadas en hierro fundido que le hizo recordar a Cela.

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11.4.07

LLUVIA

La lluvia cae, persistente y mansa, sobre los coches aparcados en la calle salpicándolos de destellos.
El ruido de los tambores, que hasta hace poco rebotaba con sordo rumor de esquina en esquina, ha cesado en su sonido hueco, vencido por el goteo persistente que se descuelga de las bocatejas, se encauza en los canalones de zinc y desemboca, con un gorgoteo hueco, a pocos centímetros de altura del acerado. Corren pequeños maremotos en olas imperceptibles, casi simétricas, acompasadas como el tic-tac de un metrónomo, entre las baldosas, hasta romper toda su ridícula violencia en el tragante que las espera, como una trampa, y que las ahoga en el entramado de conductos subterráneos de recogida de pluviales.
Cuando gira la llave y detiene el motor del coche, el silencio en su interior le parece un moderno útero de plástico, piel y vidrio donde la paz gobierna, reina suprema, sin dar concesiones al exterior.
Observa a su alrededor las luces amarillentas, conos de luz que iluminan la nada, el silencio, la soledad sin noctámbulos borrachos, sin nazarenos, sin culto a los dioses. Inspira hondo... y nada de provecho saca.
Es fino, casi pedante o quizás rozando tal calificativo. Por eso, ahora, en su silencio, una vez en casa, a refugio de la lluvia y de las procesiones, será incapaz de escribir si no es con su pluma, tinta negra, pura noche como el color de unos ojos que te observan mientras haces el amor.
Muchas cosas han desaparecido. Demasiadas se han perdido entre él y el mundo, ese mundo joven, risueño, ensortijado como las güedejas de pelo moreno de una gitana, de una gitana elegante a la que bautizara Di Meola. Todo lo ha echado a perder el miedo, la precaución necesaria, el temor a la angustia del otro, la vigilancia, por parte de un desaprensivo, del mundo que han creado. Es un miedo absurdo pero, por desgracia, real. Miedo a que todo se destroce en una explosión de revelaciones que sorprenderían a muchos y llagaría las almas y las vidas como la metralla de una estúpida granada.
Sale al aire, a la noche.
La lluvia, difuminada por la luz, deja ver a su trasluz las líneas verticales de un camino llegado del cielo. Machacona, persistente, casi silenciosa…
Queda una hora para dormir; quizás dos para lanzar al aire tres besos que no han faltado ninguna noche.
Ante él, un folio en blanco espera la herida que la pluma, amenazadora entre sus dedos, pueda hacerle.
Y echa de menos a la mujer ausente, invisible, impalpable, lejana.
Sopesa todas las posibilidades. Un 99% de ellas dicen adiós. Un 1% aún guarda la ilusión de un encuentro en el que poder resbalar en su cuerpo, hundirse en su alma, entrar en sus ojos para decirle que la ama. Pero las matemáticas, inexorables, cantan sus datos. Aquí no hay dados, como en un juego de azar. Ni unas cartas que puedan combinarse a gusto del jugador. Sólo realidades. Por eso, quiere gritarle al cielo, pero ¿qué? ¿o para qué?
Quiere recordar su voz, pero la memoria no le alcanza.
Quiere evocar su mirada, pero los ojos de su mente sólo se topan con el blanco vacío de una pared y con el frío de una ausencia.
Quiere llorar, pero no puede. El tiempo se encargó de secar los manantiales.
Eunice levanta el rostro ante la cámara que la enfoca. La pequeña pantalla le castiga con el recuerdo ¿Hay algo que no los haga brotar constantemente?
¡Pobre hombre! Atado a un pasado, aherrojado a un sueño imposible, intenta dormir para vivir, dormido, en un mundo nuevo, en una nueva vida, intentado romper una asincronía temporal y una realidad espacial… pero no lo consigue.
Sólo le quedan los tres besos que ilusionados – o quizás convertidos en un hábito como el de tocarse la nariz en los momentos de nervios – partirán, cabalgando en el viento, siendo el viento mismo, hacia unas mejillas que puede que los esperen y que quizás aún lo recuerden.
Y entre brumas, con el sueño arañando en su consciente, imagina, por un momento, oír junto a su oído: “Yo también te quiero…”

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4.11.06

EL SEÑOR DE LA LUZ.

No era miedo lo que sentía.
No sabía describir realmente esa sensación, pero es durante las mañanas, dedicado a sus tareas, no olvidaba mirar de vez en cuando hacia arriba para asegurarse de que seguía allí.
Una vez comprobado, reiniciaba su trabajo agradeciendo al que sostenía la luz su esfuerzo por mantenerla viva, irradiando a la vez un agradable calor que podía percibir en su piel endurecida por años y años a la intemperie.
Su vida era monótona, mas su existencia era importante para los demás. No cazaba, no recolectaba frutos ni bayas. Una caída, de pequeño, le había dejado una pierna algo más corta que la otra, por lo que las carreras y el transporte de grandes pesos le estaban vedados desde entonces.
Sin embargo, había aprendido hacía tiempo, durante una de sus estancias de temporada con los vecinos del valle más alejado del río, a endurecer los objetos mediante el fuego y a raer las pieles, sin rasgarlas, eliminando cualquier resto de grasa que pudiera dar lugar a que posteriormente éstas oliesen mal y hubiera que tirarlas. Pero sobre todo, aprendió a trabajar delicadamente el sílex con golpes cortos, pequeños y secos, seguros, de manera que, al cabo de poco tiempo, a su alrededor brotaba un cultivo de pequeñas lascas que los niños se llevaban alegres para cortar raíces, descortezar pequeños troncos y tallar juguetes en madera blanda, mientras en sus manos, en las del artesano que él era, quedaba una hermosa, simétrica y afilada punta que, en poco tiempo, se uniría con tendones y fibras secas a un asta para formar la más temible arma de caza que se podía imaginar.
Por su trabajo recibía comida y presentes. Un intercambio del que no todo lo aceptaba. Tan sólo aquello a lo que él suponía una posible, inmediata o futura, utilidad.
A él acudía el resto del grupo para solicitarle útiles y armas, casi tanto como al sanador.
Y éste utilizaba sus herramientas, las que él le fabricaba siguiendo sus instrucciones, para sajar bultos desconocidos que aparecían en las heridas y de los que destilaba al momento un líquido blanco y maloliente. Con él se iban los dolores y el calor que martirizaban al enfermo. Incluso una vez le fabricó varias lancetas muy finas, aguzadas y afiladas, con un borde biselado y curvo que le costó más de una discusión con el sanador, varios montones de sílex inutilizado y nuevas explicaciones hasta que, cuando le presentó las últimas que se había jurado intentar, vio cómo a aquél se le iluminaban los ojos, como sonreía y cómo le felicitaba por haber conseguido al fin lo que con tanto ahínco había estado explicándole.
Le pagó extrayéndole de forma gratuita, que no menos dolorosa, las dos muelas que desde hacía meses le martirizaban y no le dejaban masticar bien la carne, por lo que su dieta se había reducido últimamente a diversas verduras, algunas bayas y, de vez en cuando, a algún pez lo suficientemente estúpido como para acercarse a la orilla del río mientras él estaba allí.
Cuando contempló por primera – y única vez – para qué quería el sanador aquellos útiles se horrorizó, aunque éste le hizo ver, días más tarde, lo eficaces que habían sido al conseguir mediante ellos abrir un agujero lo suficientemente limpio y pequeño en la cabeza del Gran Pescador como para eliminarle los dolores y permitirle mover con bastante agilidad brazos y piernas; tanto que, posiblemente, en unos días más el Gran cazador podría dirigir una nueva partida de caza en las mesetas que se alzaban a la otra parte de la corriente de agua que corría ante sus casas.
En realidad no fue así, pues pasado poco tiempo, el Gran Cazador volvía a quejarse aún más. Aullaba y todo el pueblo le oía. Se agitaba, se tocaba la cabeza y pronto le subió mucho el calor del cuerpo. Tanto que él cree que al final se coció por dentro, porque un día apareció muerto sin más.
El sanador hizo otras cuantas intervenciones así, aunque esta vez ayudado por el chamán que, mientras él sudaba y porfiaba por acceder al interior de la cabeza del dolorido, recitaba sus cantos y sus invocaciones, tanto para atraer a buenos espíritus como para ahuyentar de los alrededores a los malos.
La última vez que lo vio había sido a comienzos del calor. Como era su costumbre, recorría en esa época los pueblos que, como el suyo, estaban afincados a orillas del río, en contra de la corriente. No volvió más.
Bueno, volvió, o mejor, pasó flotando ante sus ojos y los de varios vecinos más, ya muerto y sin cabeza. Posiblemente una de sus intervenciones milagrosas falló y dio con la incomprensión de algún familiar dolido de la víctima.
Ahora estaban sin sanador, pero había oído que varios pueblos más abajo había uno que tenía intención de pasar por allí en la siguiente primavera….
Miró de nuevo al cielo. La luz se había desplazado hacia el oeste lo suficiente como para alargar las sombras de forma preocupante. Pasaba muy a menudo, demasiado a menudo. Aparecía la luz por el este, se paseaba por el cielo lentamente haciendo correr las sombras de los árboles de un lado al otro y, al cabo de un tiempo, caía al otro lado de las montañas y desaparecía.
Poco antes de que esto pasara, todo el mundo se refugiaba en sus chozas, algunos en cuevas, como él, y rezaban para que el que encendía la luz y la colgaba del cielo no se olvidase de hacerlo de nuevo pasadas unas horas llenas de miedo e incertidumbre.
Pero mientras, la oscuridad se hacía dueña de todo, lo engullía todo, haciendo inseguro el estar al aire libre.
Nadie lo decía claramente, pero en todos los rostros se adivinaba la preocupación, el miedo, la precipitación por acabar la labor que hubieran emprendido y las prisas por comprobar que en sus cuevas y lares aún quedaba el suficiente rescoldo como para añadirle algunas maderas más e iluminar ese par de metros que los hacía sentirse a salvo de espíritus dañinos, de fieras salvajes y del frío de la noche.
No podía esperar más.
Recogió todo, se introdujo en su cueva, avivó el fuego adormecido y oró, hasta que le venció el sueño, para que durante ese tiempo en el que la negrura albergaba todos los peligros imaginables, el guardián de la luz no muriese y estuviera en su puesto al día siguiente, trayéndoles de nuevo los objetos, las montañas y los árboles que, de nuevo al oscurecer, eran tragados por la negrura.
Entre todos, viendo que cada día volvía de nuevo, hicieron eterno al guardián.
Y debía serlo puesto que había sobrevivido a sus abuelos antes de que él naciese, a sus padres, le sobreviviría a él, a sus hijos, a sus nietos…
Era necesario y así nació Él.
Y sin darse cuenta, a la vez que se creaban una ficticia seguridad, todas las tribus entraron en la auténtica y más terrible de las oscuridades.

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3.11.06

EL VIGILANTE.

Yo soy el Vigilante de la Biblioteca.
Utilizar las palabras “el Dueño” me parece petulante y un poco paranoico.
Aunque en realidad, casi es así.
Llevo siglos en mi puesto. Y durante interminables años he tenido ocasión de ver más de lo que cualquiera podría imaginar si ese alguien tuviera la suficiente imaginación como para hacerlo.
Desde mi puesto, impasible e invisible, controlo todo lo que entra en este vasto recinto.
Controlo y clasifico, además de filtrar lo que, desde las instancias superiores - a las que conozco tan sólo por las misivas que casi a diario me envían escritas a mano mediante un mensajero -, me ordenan eliminar.
Los poderes fácticos han intentado filtrarse aquí:
Iglesia, Estado, grupos y grupúsculos han pretendido imponer sus normas. Indefectiblemente, han fracasado en su intento.
También los escritores que, minoritarios, enarbolaban ediciones impresas por sus propios medios, muchas de ellas auténticos bodrios producto de mentes enajenadas que lo único que pretendían era hacerse con un hueco en los prestigiosos estantes entre los que me muevo. Muy pocos lo han conseguido.
De vez en cuando, grupos de exaltados han intentado penetrar a la fuerza en este recinto. No digo que no hayan conseguido su propósito, pero, a excepción de la sección de incunables, laboriosamente se ha podido reconstruir lo que esas mentes, llenas de eslóganes insensatos, han intentado arrasar transformando en humo cualquier conocimiento.
He luchado contra todos los países, contra todas las culturas. Todo en aras de intentar salvar lo que unos y otras tenían de aprovechable en su periodo histórico.
La labor ha sido ardua, pero no imposible.
La intolerancia ha resbalado por los muros del edificio (aunque no puedo negar que en su deslizar han chamuscado algunos lomos y prendido en algunas obras que son irrecuperables por desgracia). La “justicia” ha intentado expurgar ciertos títulos licenciosos o comprometidos pero tampoco han logrado demasiado. Las guerras, los desastres, la miseria, el populismo, la piedad, la sinrazón… Todos, todos, han intentado vaciar las estanterías, suprimir secciones enteras y alguno, por qué no, ha soñado con arrasar todas las estancias a fuego y hacha; pero tampoco lo han conseguido.
La verdad es que estoy enamorado de este tesoro que me ha sido confiado.
He disfrutado incontables veces acariciando con mis manos sobre los lomos de libros casi olvidados, olfateándolos. He hojeado párrafos que nunca podrán ser superados en cuanto a sentimiento y belleza a no ser que hayan caído en manos de los viles plagiadores que, sin escrúpulos, intentan, como la polilla, alimentarse de lo que cada obra esconde como un secreto. He conocido aquí el por qué de las cosas, el cómo del devenir histórico, la explicación de lo que en cualquier momento intranquiliza a cualquier cultura.
Porque aquí está todo, o casi todo.
No voy a ocultar que ciertas maniobras de distracción me han servido para evitar la desaparición de todo esto.
Un ejemplo: la famosa Biblioteca de Alejandría… ¿creen de verdad que existió?
¡No!
Sólo fue un bulo creado hace miles de años por mí para evitar, magnificando su irreal pérdida, las ansias de destrucción de reyes y reyezuelos posteriores.
Otro tanto ocurrió con la famosa lista de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica (El “Índice”, que dicho sea de paso, ya no recuerdo por qué diablos le puse ese nombre). Nunca existió. Pero mientras acérrimos Defensores de la Fe buscaran en los estantes las obras relacionadas en sus temibles listas negras, yo podía escamotear otras tantas obras que SÍ tenían importancia, y evitar que se perdieran en perjuicio de la memoria colectiva.
En los años treinta del siglo XX otros grupos lanzaron a la hoguera a numerosos autores. ¡Una estupidez! ¡Simbolismo puro! Habida cuenta de que esas obras, difundidas desde aquí por todo el mundo, era imposible que desapareciesen, el gesto sólo podía ser testimonial.
Podría citar culpables, pero ¿para qué? Señalar con el dedo a muchos gobiernos ya desaparecidos no me llevaría a nada.
Después me inventé la “Teoría de la Biblioteca Universal”. Y un escritor argentino se encargó de dar bombo a la misma, para hacer olvidar a muchos enemigos potenciales la existencia de ésta.
Y como éstas, podría enumerar algunas decenas de maniobras más.
¡Una más! ¡Es que no me resisto a contarla!
¡La Biblia!
¿Inspiración divina? Bueno, según se mire. Porque la urdimos entre varios de los que trabajábamos entonces aquí.
¿Que qué conseguimos con ello?
Bueno… creamos así un increíble montón de detractores que por venganza, resentimiento o pura convicción, desarrollaron sus temas en franca oposición a los dictados de ésta. Y puedo asegurar que de dicha oposición nacieron numerosas obras, algunas de las cuales son clásicos universales (y están aquí, claro). Es una forma de motivar y despertar el ingenio, jeje.
Lo cierto es que estoy satisfecho de mi labor. ¡Muy satisfecho!
Sé que muchos sufriréis por no poder visitar mi recinto, mi templo, mi “santa sanctorum”, pero… seguid escribiendo. A lo mejor un día tengo el placer de colocar una obra vuestra en el estante A-235.407/2 que es en el que actualmente estoy trabajando y del que aún restan unos ochocientos metros por completar. Eso sería como si vosotros mismos estuvieseis aquí.
Aunque lo dudo porque, la verdad, entre las órdenes de arriba y mi exquisito criterio desarrollado a lo largo de tanto tiempo…

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3.10.06

MALA MEMORIA.

Un divertimento para el PA 1.

Nunca creí en los zombis.
Para mí siempre habitaron en el reino de las leyendas, ese mundo mitológico, oscuro y misterioso por el que casi todos nos hemos sentido atraídos en algún momento de nuestras vidas.
Nuestros miedos siempre han estado morbosamente alimentados por personajes de este absurdo espacio.
Desde Frankenstein, uno de los más clásicos – aunque tengo que admitir que se sale del estereotipo - hasta ( para los más instruidos ) los adh seidh irlandeses, los k`uei, o Lilith, todos, todos ellos han sido creados por la imaginación para temor de los niños, angustia de los supersticiosos y tema de investigación de los estudiosos que no quieren estudiar.
No, nunca creí en los zombis hasta hace poco tiempo.
Ahora pienso de otra manera… porque soy uno de ellos.
No, no confundamos los términos.
No soy alguien que haya regresado de la muerte mediante un extraño ritual. Nada me prohibe salir a la calle a divertirme, y me gustan los alimentos salados. No puedo ver claramente en la oscuridad, por lo cual, si intentara ir por esa calle que, a mi derecha, invade la negrura y en la que un gato maulla sobre el cubo de basura, posiblemente tropezaría con el cubo. Indudablemente lo tiraría con estrépito provocando el grito airado de algún vecino que no logra conciliar el sueño o al que he interrumpido en un momento de los que los mortales llaman “mágicos” y que sólo consisten en un polvo más o menos rápido, pagado o no.
Tampoco vivo en el Caribe, el sudor no corre por mi cuerpo amasando los restos de tierra donde pudiera haber estado enterrado, mi aliento no es fétido ni mi olor corporal deja tras de sí el rastro pesado y dulzón de la cadaverina.
No, porque todas esas cosas se quedan para los relatos de terror típicos y tópicos, para la novela barata que uno compra en una estación de tren y luego deja olvidada en el asiento al final del trayecto… y para las películas serie B de los cines de barrio de sesión doble.
No, no. ¡Eso es no tener clase!
Y yo, mal que le pese a alguno, la tengo.
A mí me place ir bien vestido, trajeado a la última, con seriedad y con elegancia.
De restaurantes ni hablemos. Nada de chinos, pizzerías y esas horteradas modernas. Un buen restaurante, a ser posible de la guía Michelín. ¡Me encanta entrar, airoso, y entregar mi capa de seda natural en el guardarropía! Luego, con una sola mirada, dejar bien claro al encargado que corre un gravísimo peligro si se daña lo más mínimo. Después, un buen plato, poco hecho, una suave música de fondo, unas velas y la compañía más dulce, creando una atmósfera intensamente agradable.
Sí, es cierto que me gusta la noche más que el día, pero eso creo que es más bien una costumbre que arrastro desde muy joven, hace de esto muchos, muchísimos años, sin cuestionarme el por qué.
Me encanta volar y me gusta la sangre…
¡Un momento!
¡Ay, mira que siempre me lo advirtieron en mi familia!: ”¡Ten mucho cuidado, niño. Nunca prestas atención y no sabes quién eres en realidad!”
Y llevaban mucha razón, ¡joder!
¡Vampiro! Esa es la palabra. ¡Vampiro y no zombi!
¡Que cabeza la mía!
No, lo siento, queridos. No puedo seguir contándoos nada porque, en realidad, no soy un zombi ni puñetera falta que me hace.

¡Yo-soy-un … VAMPIRO!!!!