EL LAGO.
El embarcadero duerme aún. Apenas se oye algún ruido, salvo el suave chapotear del agua que, en minúsculas olas, arriba a la orilla acariciando los pilares de madera antes de morir unos metros más adelante, donde el barro y la arena se confunden con las piedras que salpican el límite común de ambos elementos.
Respiro.
Tierra y agua. Respiro hondo. Falta el cuarto, el fuego.
Pero ése sé donde encontrarlo. Está en mí. Arde aún aquí dentro mientras espero la llegada del lanchón en el que he de cruzar el lago.
Ya se oye entre la niebla. Sus motores transmiten un sonido sordo, rítmico, de gota a gota en suspensión en el aire. Crece de forma continuada aunque en este amanecer, que llega despacio, al sol le costará ir rasgando este pesado y sutil velo de niebla que empapa mi ropa, mi maleta, mi rostro, mi mirada que escruta, en dirección al ruido, sin ver.
Sobreponiéndose al petardeo del motor, un taconeo llega a mis oídos. Son pasos femeninos que poco a poco se transforman en una silueta, primero difusa y, momentos después, claramente definida. Pese a esperarla, llama mi atención.
Quizás porque estemos sólo los dos, en un amanecer húmedo, esperando la llegada del barco, en un día cualquiera; cruzamos una mirada rápida, un corto y frío saludo y ahora somos dos los que observamos con disimulada atención la zona frente a nosotros y en la que la incipiente claridad se rompe de improviso por la sombra, mucho más oscura, de la nave que invierte motores mientras se acerca lentamente a los neumáticos que le servirán de freno antes de ocasionar los inevitables y esperados destrozos que provocarían su ausencia.
El monstruo hace sonar una campana mientras enciende su ojo resplandeciente.
Otra sombra aparece, rápida, para coger al vuelo el cabo que lanzan desde la nave y ayudar así a la maniobra de atraque.
Subo a bordo. La mujer me sigue. Vuelve a sonar la campana, los motores aceleran, manos desconocidas recogen los cabos y abandonamos el muelle, la isla y los días pasados en ella.
El trayecto durará algo menos de dos horas, por lo que decido no entrar a las butacas interiores. Prefiero el aire húmedo, la brisa fría que corta el navío y, de paso, contemplar el amanecer que lentamente se está abriendo paso entre la niebla hasta la popa de la nave.
Cuando, al cabo de un rato, aterido pero feliz, giro la cabeza, mi mirada se cruza de nuevo con la de ella, que me observa desde la cubierta superior. Después se gira y mira al vacío igual que he mirado yo poco antes. Mira la bruma, el sol rojizo que puede ya observarse en el horizonte y, de vez en cuando noto cómo la recorre un escalofrío muy similar al que me recorre a mí. Sé que no es frío, sino desesperanza.
Sueño posibilidades, pienso sueños, creo pensamientos.
La mujer es joven y bella. Ahora puedo apreciarlo perfectamente. Y su tez, enrojecida por la luz del sol naciente, me atrae hasta el punto de desear acariciarla, de percibir su textura y su calor en las yemas de mis dedos.
Ella parece leer mis pensamientos y creo sentir que enrojece un poco más.
Pero eso es casi imposible. Sé que es mi imaginación, que vuela libre hasta donde mi cuerpo se niega o ya no puede seguirla.
Subo por la escalerilla que una ambas cubiertas y siento su mirada pegada a mis movimientos. Al pasar a su lado no puedo evitar observarla. Su pelo, negro, juega con sus facciones, las ocultas a intervalos, se desliza por su perfil sin que ella haga nada por evitarlo. Se da cuenta de que la miro disimuladamente y eso parece complacerle. Su perfume, tan conocido, me llega de repente y me rodea. Un olor fresco, casi como el del bosque, llega a mi olfato sin llegar a hacerse pesado, lo cual me ata un poco más a ella.
La bruma matinal, el barco, esa mujer, el amanecer, uno más, me trae a la mente mi idea de los caminos cruzados, de las intersecciones vitales. Todas nuestras vidas están regidas por esos caminos, esos cruces invisibles. A veces indiferentes, otras cruciales; unas, felices encuentros; otras, desgraciados desencuentros…
Y como todos los caminos, sinuosos, con la posibilidad de volver a entrecruzarse en la línea del tiempo, o de repetirse antes o después. La vida, pues, está llena de extrañas coincidencias. Cuando en uno de esos cruces encuentras a alguien y entablas una conversación casual, una amistad real o algo más profundo, a la hora de las confidencias, observas que ha podido haber más puntos de encuentro en esos caprichosos bucles del destino. Sí, la vida tiene esos caprichos.
Imagino que hablo con ella, que mi vida se ata, de algún modo, aún más a la suya. Intento imaginar que esta intersección no es la última, aunque sí la definitiva, la que une los bucles y los redirecciona juntos en un único y mismo sentido.
La campana del barco vuelve a sonar anunciando el fin de la travesía y que va a iniciar de nuevo el atraque en el pequeño puerto de término de la otra parte del lago. Noto cómo las turbinas invierten de nuevo su marcha y cómo el navío desacelera bruscamente.
Ella está detrás de mí y el brusco descenso de la velocidad hace que pierda pie y, antes de caer, choque involuntariamente su cuerpo con mi espalda. En un instante, antes de volverme, noto su aliento en la nuca, sus brazos en mi espalda y cómo éstos se escurren y dibujan a mi alrededor un inevitable abrazo. Noto la suavidad y la dureza de sus pechos, me vuelvo y encuentro un rostro sonriente que simula tartamudear y me pide excusas. No es necesario. Estamos sólo los dos. Una familia con dos niños se acerca ignorante de ella, de mí, de todo…
Sonríe con picardía.
- “Disculpe… estos barcos…”
- “No importa, no se preocupe…” respondo también sonriendo.
El barco se detiene. Cesa el movimiento. Hay que bajar.
En un último gesto de galantería me aparto un poco y la dejo pasar. Cuando cruza ante mí, su mano me roza en un adiós a tres maravillosos días pasados en la isla. La admiro mientras baja por la pasarela.
La sigo a pocos pasos. Cuando llega al rudimentario muelle, alza la mano y, a su gesto, responde un individuo bien trajeado que espera apoyado en un coche. Arroja un cigarrillo al suelo, lo pisa con el tacón del zapato y se dirige, sonriente, hacia ella. Ase el maletín que lleva en la mano y ambos se introducen en el vehículo.
Su marido sin duda, al que no ha mencionado en estos tres cortos días. No sé si lo que siento es envidia o celos de él.
Antes de entrar en el automóvil veo que mira hacia mí (¿hacia el barco?) una última vez. Su cara refleja durante un segundo un gesto de amargura. “Parece que ella siente lo que yo”, pienso mientras el coche arranca y, al girar y pasar ante mí, los ojos que de nuevo se cruzan lo dicen todo. Delatan tres días en una isla, un hotel de reposo casi vacío, la dicha, el amor, el dolor de la separación…
“Es guapa, mucho” me digo. Y mientras observo cómo desaparece el auto, envuelto en polvo, tras la rasante que hay unos metros más allá, sólo puedo pronunciar, despacio, sin apartar la vista… “adiós; hasta un próximo bucle… quizás”.
Respiro.
Tierra y agua. Respiro hondo. Falta el cuarto, el fuego.
Pero ése sé donde encontrarlo. Está en mí. Arde aún aquí dentro mientras espero la llegada del lanchón en el que he de cruzar el lago.
Ya se oye entre la niebla. Sus motores transmiten un sonido sordo, rítmico, de gota a gota en suspensión en el aire. Crece de forma continuada aunque en este amanecer, que llega despacio, al sol le costará ir rasgando este pesado y sutil velo de niebla que empapa mi ropa, mi maleta, mi rostro, mi mirada que escruta, en dirección al ruido, sin ver.
Sobreponiéndose al petardeo del motor, un taconeo llega a mis oídos. Son pasos femeninos que poco a poco se transforman en una silueta, primero difusa y, momentos después, claramente definida. Pese a esperarla, llama mi atención.
Quizás porque estemos sólo los dos, en un amanecer húmedo, esperando la llegada del barco, en un día cualquiera; cruzamos una mirada rápida, un corto y frío saludo y ahora somos dos los que observamos con disimulada atención la zona frente a nosotros y en la que la incipiente claridad se rompe de improviso por la sombra, mucho más oscura, de la nave que invierte motores mientras se acerca lentamente a los neumáticos que le servirán de freno antes de ocasionar los inevitables y esperados destrozos que provocarían su ausencia.
El monstruo hace sonar una campana mientras enciende su ojo resplandeciente.
Otra sombra aparece, rápida, para coger al vuelo el cabo que lanzan desde la nave y ayudar así a la maniobra de atraque.
Subo a bordo. La mujer me sigue. Vuelve a sonar la campana, los motores aceleran, manos desconocidas recogen los cabos y abandonamos el muelle, la isla y los días pasados en ella.
El trayecto durará algo menos de dos horas, por lo que decido no entrar a las butacas interiores. Prefiero el aire húmedo, la brisa fría que corta el navío y, de paso, contemplar el amanecer que lentamente se está abriendo paso entre la niebla hasta la popa de la nave.
Cuando, al cabo de un rato, aterido pero feliz, giro la cabeza, mi mirada se cruza de nuevo con la de ella, que me observa desde la cubierta superior. Después se gira y mira al vacío igual que he mirado yo poco antes. Mira la bruma, el sol rojizo que puede ya observarse en el horizonte y, de vez en cuando noto cómo la recorre un escalofrío muy similar al que me recorre a mí. Sé que no es frío, sino desesperanza.
Sueño posibilidades, pienso sueños, creo pensamientos.
La mujer es joven y bella. Ahora puedo apreciarlo perfectamente. Y su tez, enrojecida por la luz del sol naciente, me atrae hasta el punto de desear acariciarla, de percibir su textura y su calor en las yemas de mis dedos.
Ella parece leer mis pensamientos y creo sentir que enrojece un poco más.
Pero eso es casi imposible. Sé que es mi imaginación, que vuela libre hasta donde mi cuerpo se niega o ya no puede seguirla.
Subo por la escalerilla que una ambas cubiertas y siento su mirada pegada a mis movimientos. Al pasar a su lado no puedo evitar observarla. Su pelo, negro, juega con sus facciones, las ocultas a intervalos, se desliza por su perfil sin que ella haga nada por evitarlo. Se da cuenta de que la miro disimuladamente y eso parece complacerle. Su perfume, tan conocido, me llega de repente y me rodea. Un olor fresco, casi como el del bosque, llega a mi olfato sin llegar a hacerse pesado, lo cual me ata un poco más a ella.
La bruma matinal, el barco, esa mujer, el amanecer, uno más, me trae a la mente mi idea de los caminos cruzados, de las intersecciones vitales. Todas nuestras vidas están regidas por esos caminos, esos cruces invisibles. A veces indiferentes, otras cruciales; unas, felices encuentros; otras, desgraciados desencuentros…
Y como todos los caminos, sinuosos, con la posibilidad de volver a entrecruzarse en la línea del tiempo, o de repetirse antes o después. La vida, pues, está llena de extrañas coincidencias. Cuando en uno de esos cruces encuentras a alguien y entablas una conversación casual, una amistad real o algo más profundo, a la hora de las confidencias, observas que ha podido haber más puntos de encuentro en esos caprichosos bucles del destino. Sí, la vida tiene esos caprichos.
Imagino que hablo con ella, que mi vida se ata, de algún modo, aún más a la suya. Intento imaginar que esta intersección no es la última, aunque sí la definitiva, la que une los bucles y los redirecciona juntos en un único y mismo sentido.
La campana del barco vuelve a sonar anunciando el fin de la travesía y que va a iniciar de nuevo el atraque en el pequeño puerto de término de la otra parte del lago. Noto cómo las turbinas invierten de nuevo su marcha y cómo el navío desacelera bruscamente.
Ella está detrás de mí y el brusco descenso de la velocidad hace que pierda pie y, antes de caer, choque involuntariamente su cuerpo con mi espalda. En un instante, antes de volverme, noto su aliento en la nuca, sus brazos en mi espalda y cómo éstos se escurren y dibujan a mi alrededor un inevitable abrazo. Noto la suavidad y la dureza de sus pechos, me vuelvo y encuentro un rostro sonriente que simula tartamudear y me pide excusas. No es necesario. Estamos sólo los dos. Una familia con dos niños se acerca ignorante de ella, de mí, de todo…
Sonríe con picardía.
- “Disculpe… estos barcos…”
- “No importa, no se preocupe…” respondo también sonriendo.
El barco se detiene. Cesa el movimiento. Hay que bajar.
En un último gesto de galantería me aparto un poco y la dejo pasar. Cuando cruza ante mí, su mano me roza en un adiós a tres maravillosos días pasados en la isla. La admiro mientras baja por la pasarela.
La sigo a pocos pasos. Cuando llega al rudimentario muelle, alza la mano y, a su gesto, responde un individuo bien trajeado que espera apoyado en un coche. Arroja un cigarrillo al suelo, lo pisa con el tacón del zapato y se dirige, sonriente, hacia ella. Ase el maletín que lleva en la mano y ambos se introducen en el vehículo.
Su marido sin duda, al que no ha mencionado en estos tres cortos días. No sé si lo que siento es envidia o celos de él.
Antes de entrar en el automóvil veo que mira hacia mí (¿hacia el barco?) una última vez. Su cara refleja durante un segundo un gesto de amargura. “Parece que ella siente lo que yo”, pienso mientras el coche arranca y, al girar y pasar ante mí, los ojos que de nuevo se cruzan lo dicen todo. Delatan tres días en una isla, un hotel de reposo casi vacío, la dicha, el amor, el dolor de la separación…
“Es guapa, mucho” me digo. Y mientras observo cómo desaparece el auto, envuelto en polvo, tras la rasante que hay unos metros más allá, sólo puedo pronunciar, despacio, sin apartar la vista… “adiós; hasta un próximo bucle… quizás”.
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