TAXONOMÍA LEGAL.
Publicado por primera vez en el Proyecto Versiones nº 2 (web Anika entre Libros). Mayo 2006.
Llevo de ujier en esta Sala de lo Penal nº 4 muchos años. Quizás demasiados.
Abriendo y cerrando puertas, anunciando citaciones a voz en grito en el pasillo y cuidando el mobiliario, me han salido canas... aunque mi mujer se empeña en que parte de ellas se debe al aura negativa de tantos tipos raros como han desfilado por este tribunal desde que estoy aquí.
Y puede que lleve razón.
Siempre me han llamado la atención sus rostros. Dicen que la cara es el espejo del alma y eso es innegable. Doy fe.
Por ejemplo: el que observo en estos momentos es un rostro que incluso a mí, acostumbrado a las cataduras más increíbles, me eriza el vello de la nuca. Está ahí y me mira directamente, observando con ojos semientornados cada uno de mis movimientos…
Es difícil soportar el desfile diario de personas cuyos destinos se deciden en esta sala.
Hay quienes, cuando retumba una sentencia entre la madera de estas paredes, sonríen compasivamente, miran inquisitivos a los asistentes de forma paternal y sólo les falta gritar a los asistentes “¿Ven lo bueno que soy? ¿A que les ha engañado mi apariencia?”.
Pero a pesar de su sonrisa bondadosa y de sus formas comedidas, siempre he tenido en cuenta que hay que tener mucho cuidado con esos tipos. Como algu-nos depredadores (la hiena, que lo he visto en un documental de la tele hace poco), actúan de idéntica manera. Confían a su víctima para acabar con ella de una dentellada súbita, mortal y resolutiva.
Otros no. Otros pueden llegar a provocar auténtico pánico. Ya son conocidos de estos pasillos, de esta salas. Y cuando a mí me corresponde cerrar las puertas y asegurarme de que nadie más vaya a molestar durante el desarrollo de la sesión, en estos casos me da la impresión de que me estoy encerrando en una jaula con una fiera salvaje. Y la misma sensación se extiende irremisiblemente, puedo apreciarlo bien (que para eso tengo tantos años de experiencia), entre los asistentes, si la audiencia es pública.
Todos callan. El silencio, ominoso, revolotea en el aire. La tensión se palpa en el ambiente. Y la mirada del provocador se pasea amenazadora de unos y otros. Grave, impasible e inclemente, parece decir: “¿Alguno de vosotros no ha cometido alguna vez un delito tan horrible como el mío que os hiciera estar donde yo estoy en este momento? Conozco vuestro secreto. ¡A mí no podéis engañarme!”.
El de esta especie sonríe igual que Edward G. Robinson, deseoso de envolver en cemento rápido los pies del chivato. O como Humphrey Bogart, cigarrillo en la comisura del labio, limpiando meticulosamente su revólver e intentando radiografiar con sus ojos la estatuilla de un halcón.
Sí; así miran algunos. ¡Con toda la ley detrás!
Y a su mirada, yo, que estoy acostumbrado a tales situaciones, noto como los testigos se encogen e intentan ocultarse entre sus ropas. Algunos guardias manifiestan un extraño tic que les hace dirigir inconscientemente su mano a las fundas de sus pistolas. Incluso algún que otro abogado novato comienza a sudar.
A mí… bueno, yo sólo trasluzco mis nervios con un ligero carraspeo y con la sensación de que el uniforme de ujier me queda repentinamente algo ancho.
Por último están los que, como éste que motiva mi discurso y que me observa detenidamente, son difícilmente clasificables. Tienen un aire ligeramente despistado, como el que piensa que la cosa no va con él. ¡A saber en qué turbios asuntos estará metido!
Porque los de su clase son realmente imprevisibles, como una suma de los dos tipos anteriores. Y son, por supuesto, los más peligrosos.
Su voz y sus maneras inducen a no desconfiar de ellos, a volverles la espalda sin imaginar que, al fin y al cabo, están desarrollando otra técnica de depredación. Si pudieran abrir sus mentes y leer sus pensamientos, seguro que encontrarían algo como: “Primero te confío, casi te induzco a pedirme un cigarrillo y a poner los pies sobre la mesa si eso fuese posible. Y una vez confiado, porque me has subestimado, una vez que me has vuelto la espalda, cuando no me creas capaz, en cuanto hayas adormecido tus mecanismos de alerta, saltaré sobre ti y te despedazaré en un santiamén”.
Sí, son altamente pelig…
- ¿Puede el ujier cerrar las puertas?
Su voz retumba en mis oídos y me sobresalta. E temblor recorre mi cuerpo. Ahora sí es verdad que se ha fijado en mí. ¡Estoy perdido!
Me vuelvo lentamente, evitando provocarlo con un gesto demasiado rápido que pueda motivar una reacción violenta por su parte. Y mientras lo hago, mi voz farfulla débilmente:
- Sí, Señoría...
Llevo de ujier en esta Sala de lo Penal nº 4 muchos años. Quizás demasiados.
Abriendo y cerrando puertas, anunciando citaciones a voz en grito en el pasillo y cuidando el mobiliario, me han salido canas... aunque mi mujer se empeña en que parte de ellas se debe al aura negativa de tantos tipos raros como han desfilado por este tribunal desde que estoy aquí.
Y puede que lleve razón.
Siempre me han llamado la atención sus rostros. Dicen que la cara es el espejo del alma y eso es innegable. Doy fe.
Por ejemplo: el que observo en estos momentos es un rostro que incluso a mí, acostumbrado a las cataduras más increíbles, me eriza el vello de la nuca. Está ahí y me mira directamente, observando con ojos semientornados cada uno de mis movimientos…
Es difícil soportar el desfile diario de personas cuyos destinos se deciden en esta sala.
Hay quienes, cuando retumba una sentencia entre la madera de estas paredes, sonríen compasivamente, miran inquisitivos a los asistentes de forma paternal y sólo les falta gritar a los asistentes “¿Ven lo bueno que soy? ¿A que les ha engañado mi apariencia?”.
Pero a pesar de su sonrisa bondadosa y de sus formas comedidas, siempre he tenido en cuenta que hay que tener mucho cuidado con esos tipos. Como algu-nos depredadores (la hiena, que lo he visto en un documental de la tele hace poco), actúan de idéntica manera. Confían a su víctima para acabar con ella de una dentellada súbita, mortal y resolutiva.
Otros no. Otros pueden llegar a provocar auténtico pánico. Ya son conocidos de estos pasillos, de esta salas. Y cuando a mí me corresponde cerrar las puertas y asegurarme de que nadie más vaya a molestar durante el desarrollo de la sesión, en estos casos me da la impresión de que me estoy encerrando en una jaula con una fiera salvaje. Y la misma sensación se extiende irremisiblemente, puedo apreciarlo bien (que para eso tengo tantos años de experiencia), entre los asistentes, si la audiencia es pública.
Todos callan. El silencio, ominoso, revolotea en el aire. La tensión se palpa en el ambiente. Y la mirada del provocador se pasea amenazadora de unos y otros. Grave, impasible e inclemente, parece decir: “¿Alguno de vosotros no ha cometido alguna vez un delito tan horrible como el mío que os hiciera estar donde yo estoy en este momento? Conozco vuestro secreto. ¡A mí no podéis engañarme!”.
El de esta especie sonríe igual que Edward G. Robinson, deseoso de envolver en cemento rápido los pies del chivato. O como Humphrey Bogart, cigarrillo en la comisura del labio, limpiando meticulosamente su revólver e intentando radiografiar con sus ojos la estatuilla de un halcón.
Sí; así miran algunos. ¡Con toda la ley detrás!
Y a su mirada, yo, que estoy acostumbrado a tales situaciones, noto como los testigos se encogen e intentan ocultarse entre sus ropas. Algunos guardias manifiestan un extraño tic que les hace dirigir inconscientemente su mano a las fundas de sus pistolas. Incluso algún que otro abogado novato comienza a sudar.
A mí… bueno, yo sólo trasluzco mis nervios con un ligero carraspeo y con la sensación de que el uniforme de ujier me queda repentinamente algo ancho.
Por último están los que, como éste que motiva mi discurso y que me observa detenidamente, son difícilmente clasificables. Tienen un aire ligeramente despistado, como el que piensa que la cosa no va con él. ¡A saber en qué turbios asuntos estará metido!
Porque los de su clase son realmente imprevisibles, como una suma de los dos tipos anteriores. Y son, por supuesto, los más peligrosos.
Su voz y sus maneras inducen a no desconfiar de ellos, a volverles la espalda sin imaginar que, al fin y al cabo, están desarrollando otra técnica de depredación. Si pudieran abrir sus mentes y leer sus pensamientos, seguro que encontrarían algo como: “Primero te confío, casi te induzco a pedirme un cigarrillo y a poner los pies sobre la mesa si eso fuese posible. Y una vez confiado, porque me has subestimado, una vez que me has vuelto la espalda, cuando no me creas capaz, en cuanto hayas adormecido tus mecanismos de alerta, saltaré sobre ti y te despedazaré en un santiamén”.
Sí, son altamente pelig…
- ¿Puede el ujier cerrar las puertas?
Su voz retumba en mis oídos y me sobresalta. E temblor recorre mi cuerpo. Ahora sí es verdad que se ha fijado en mí. ¡Estoy perdido!
Me vuelvo lentamente, evitando provocarlo con un gesto demasiado rápido que pueda motivar una reacción violenta por su parte. Y mientras lo hago, mi voz farfulla débilmente:
- Sí, Señoría...
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