MALA MEMORIA.
Un divertimento para el PA 1.
Nunca creí en los zombis.
Para mí siempre habitaron en el reino de las leyendas, ese mundo mitológico, oscuro y misterioso por el que casi todos nos hemos sentido atraídos en algún momento de nuestras vidas.
Nuestros miedos siempre han estado morbosamente alimentados por personajes de este absurdo espacio.
Desde Frankenstein, uno de los más clásicos – aunque tengo que admitir que se sale del estereotipo - hasta ( para los más instruidos ) los adh seidh irlandeses, los k`uei, o Lilith, todos, todos ellos han sido creados por la imaginación para temor de los niños, angustia de los supersticiosos y tema de investigación de los estudiosos que no quieren estudiar.
No, nunca creí en los zombis hasta hace poco tiempo.
Ahora pienso de otra manera… porque soy uno de ellos.
No, no confundamos los términos.
No soy alguien que haya regresado de la muerte mediante un extraño ritual. Nada me prohibe salir a la calle a divertirme, y me gustan los alimentos salados. No puedo ver claramente en la oscuridad, por lo cual, si intentara ir por esa calle que, a mi derecha, invade la negrura y en la que un gato maulla sobre el cubo de basura, posiblemente tropezaría con el cubo. Indudablemente lo tiraría con estrépito provocando el grito airado de algún vecino que no logra conciliar el sueño o al que he interrumpido en un momento de los que los mortales llaman “mágicos” y que sólo consisten en un polvo más o menos rápido, pagado o no.
Tampoco vivo en el Caribe, el sudor no corre por mi cuerpo amasando los restos de tierra donde pudiera haber estado enterrado, mi aliento no es fétido ni mi olor corporal deja tras de sí el rastro pesado y dulzón de la cadaverina.
No, porque todas esas cosas se quedan para los relatos de terror típicos y tópicos, para la novela barata que uno compra en una estación de tren y luego deja olvidada en el asiento al final del trayecto… y para las películas serie B de los cines de barrio de sesión doble.
No, no. ¡Eso es no tener clase!
Y yo, mal que le pese a alguno, la tengo.
A mí me place ir bien vestido, trajeado a la última, con seriedad y con elegancia.
De restaurantes ni hablemos. Nada de chinos, pizzerías y esas horteradas modernas. Un buen restaurante, a ser posible de la guía Michelín. ¡Me encanta entrar, airoso, y entregar mi capa de seda natural en el guardarropía! Luego, con una sola mirada, dejar bien claro al encargado que corre un gravísimo peligro si se daña lo más mínimo. Después, un buen plato, poco hecho, una suave música de fondo, unas velas y la compañía más dulce, creando una atmósfera intensamente agradable.
Sí, es cierto que me gusta la noche más que el día, pero eso creo que es más bien una costumbre que arrastro desde muy joven, hace de esto muchos, muchísimos años, sin cuestionarme el por qué.
Me encanta volar y me gusta la sangre…
¡Un momento!
¡Ay, mira que siempre me lo advirtieron en mi familia!: ”¡Ten mucho cuidado, niño. Nunca prestas atención y no sabes quién eres en realidad!”
Y llevaban mucha razón, ¡joder!
¡Vampiro! Esa es la palabra. ¡Vampiro y no zombi!
¡Que cabeza la mía!
No, lo siento, queridos. No puedo seguir contándoos nada porque, en realidad, no soy un zombi ni puñetera falta que me hace.
¡Yo-soy-un … VAMPIRO!!!!
Para mí siempre habitaron en el reino de las leyendas, ese mundo mitológico, oscuro y misterioso por el que casi todos nos hemos sentido atraídos en algún momento de nuestras vidas.
Nuestros miedos siempre han estado morbosamente alimentados por personajes de este absurdo espacio.
Desde Frankenstein, uno de los más clásicos – aunque tengo que admitir que se sale del estereotipo - hasta ( para los más instruidos ) los adh seidh irlandeses, los k`uei, o Lilith, todos, todos ellos han sido creados por la imaginación para temor de los niños, angustia de los supersticiosos y tema de investigación de los estudiosos que no quieren estudiar.
No, nunca creí en los zombis hasta hace poco tiempo.
Ahora pienso de otra manera… porque soy uno de ellos.
No, no confundamos los términos.
No soy alguien que haya regresado de la muerte mediante un extraño ritual. Nada me prohibe salir a la calle a divertirme, y me gustan los alimentos salados. No puedo ver claramente en la oscuridad, por lo cual, si intentara ir por esa calle que, a mi derecha, invade la negrura y en la que un gato maulla sobre el cubo de basura, posiblemente tropezaría con el cubo. Indudablemente lo tiraría con estrépito provocando el grito airado de algún vecino que no logra conciliar el sueño o al que he interrumpido en un momento de los que los mortales llaman “mágicos” y que sólo consisten en un polvo más o menos rápido, pagado o no.
Tampoco vivo en el Caribe, el sudor no corre por mi cuerpo amasando los restos de tierra donde pudiera haber estado enterrado, mi aliento no es fétido ni mi olor corporal deja tras de sí el rastro pesado y dulzón de la cadaverina.
No, porque todas esas cosas se quedan para los relatos de terror típicos y tópicos, para la novela barata que uno compra en una estación de tren y luego deja olvidada en el asiento al final del trayecto… y para las películas serie B de los cines de barrio de sesión doble.
No, no. ¡Eso es no tener clase!
Y yo, mal que le pese a alguno, la tengo.
A mí me place ir bien vestido, trajeado a la última, con seriedad y con elegancia.
De restaurantes ni hablemos. Nada de chinos, pizzerías y esas horteradas modernas. Un buen restaurante, a ser posible de la guía Michelín. ¡Me encanta entrar, airoso, y entregar mi capa de seda natural en el guardarropía! Luego, con una sola mirada, dejar bien claro al encargado que corre un gravísimo peligro si se daña lo más mínimo. Después, un buen plato, poco hecho, una suave música de fondo, unas velas y la compañía más dulce, creando una atmósfera intensamente agradable.
Sí, es cierto que me gusta la noche más que el día, pero eso creo que es más bien una costumbre que arrastro desde muy joven, hace de esto muchos, muchísimos años, sin cuestionarme el por qué.
Me encanta volar y me gusta la sangre…
¡Un momento!
¡Ay, mira que siempre me lo advirtieron en mi familia!: ”¡Ten mucho cuidado, niño. Nunca prestas atención y no sabes quién eres en realidad!”
Y llevaban mucha razón, ¡joder!
¡Vampiro! Esa es la palabra. ¡Vampiro y no zombi!
¡Que cabeza la mía!
No, lo siento, queridos. No puedo seguir contándoos nada porque, en realidad, no soy un zombi ni puñetera falta que me hace.
¡Yo-soy-un … VAMPIRO!!!!