EL SEÑOR DE LA LUZ.
No era miedo lo que sentía.
No sabía describir realmente esa sensación, pero es durante las mañanas, dedicado a sus tareas, no olvidaba mirar de vez en cuando hacia arriba para asegurarse de que seguía allí.
Una vez comprobado, reiniciaba su trabajo agradeciendo al que sostenía la luz su esfuerzo por mantenerla viva, irradiando a la vez un agradable calor que podía percibir en su piel endurecida por años y años a la intemperie.
Su vida era monótona, mas su existencia era importante para los demás. No cazaba, no recolectaba frutos ni bayas. Una caída, de pequeño, le había dejado una pierna algo más corta que la otra, por lo que las carreras y el transporte de grandes pesos le estaban vedados desde entonces.
Sin embargo, había aprendido hacía tiempo, durante una de sus estancias de temporada con los vecinos del valle más alejado del río, a endurecer los objetos mediante el fuego y a raer las pieles, sin rasgarlas, eliminando cualquier resto de grasa que pudiera dar lugar a que posteriormente éstas oliesen mal y hubiera que tirarlas. Pero sobre todo, aprendió a trabajar delicadamente el sílex con golpes cortos, pequeños y secos, seguros, de manera que, al cabo de poco tiempo, a su alrededor brotaba un cultivo de pequeñas lascas que los niños se llevaban alegres para cortar raíces, descortezar pequeños troncos y tallar juguetes en madera blanda, mientras en sus manos, en las del artesano que él era, quedaba una hermosa, simétrica y afilada punta que, en poco tiempo, se uniría con tendones y fibras secas a un asta para formar la más temible arma de caza que se podía imaginar.
Por su trabajo recibía comida y presentes. Un intercambio del que no todo lo aceptaba. Tan sólo aquello a lo que él suponía una posible, inmediata o futura, utilidad.
A él acudía el resto del grupo para solicitarle útiles y armas, casi tanto como al sanador.
Y éste utilizaba sus herramientas, las que él le fabricaba siguiendo sus instrucciones, para sajar bultos desconocidos que aparecían en las heridas y de los que destilaba al momento un líquido blanco y maloliente. Con él se iban los dolores y el calor que martirizaban al enfermo. Incluso una vez le fabricó varias lancetas muy finas, aguzadas y afiladas, con un borde biselado y curvo que le costó más de una discusión con el sanador, varios montones de sílex inutilizado y nuevas explicaciones hasta que, cuando le presentó las últimas que se había jurado intentar, vio cómo a aquél se le iluminaban los ojos, como sonreía y cómo le felicitaba por haber conseguido al fin lo que con tanto ahínco había estado explicándole.
Le pagó extrayéndole de forma gratuita, que no menos dolorosa, las dos muelas que desde hacía meses le martirizaban y no le dejaban masticar bien la carne, por lo que su dieta se había reducido últimamente a diversas verduras, algunas bayas y, de vez en cuando, a algún pez lo suficientemente estúpido como para acercarse a la orilla del río mientras él estaba allí.
Cuando contempló por primera – y única vez – para qué quería el sanador aquellos útiles se horrorizó, aunque éste le hizo ver, días más tarde, lo eficaces que habían sido al conseguir mediante ellos abrir un agujero lo suficientemente limpio y pequeño en la cabeza del Gran Pescador como para eliminarle los dolores y permitirle mover con bastante agilidad brazos y piernas; tanto que, posiblemente, en unos días más el Gran cazador podría dirigir una nueva partida de caza en las mesetas que se alzaban a la otra parte de la corriente de agua que corría ante sus casas.
En realidad no fue así, pues pasado poco tiempo, el Gran Cazador volvía a quejarse aún más. Aullaba y todo el pueblo le oía. Se agitaba, se tocaba la cabeza y pronto le subió mucho el calor del cuerpo. Tanto que él cree que al final se coció por dentro, porque un día apareció muerto sin más.
El sanador hizo otras cuantas intervenciones así, aunque esta vez ayudado por el chamán que, mientras él sudaba y porfiaba por acceder al interior de la cabeza del dolorido, recitaba sus cantos y sus invocaciones, tanto para atraer a buenos espíritus como para ahuyentar de los alrededores a los malos.
La última vez que lo vio había sido a comienzos del calor. Como era su costumbre, recorría en esa época los pueblos que, como el suyo, estaban afincados a orillas del río, en contra de la corriente. No volvió más.
Bueno, volvió, o mejor, pasó flotando ante sus ojos y los de varios vecinos más, ya muerto y sin cabeza. Posiblemente una de sus intervenciones milagrosas falló y dio con la incomprensión de algún familiar dolido de la víctima.
Ahora estaban sin sanador, pero había oído que varios pueblos más abajo había uno que tenía intención de pasar por allí en la siguiente primavera….
Miró de nuevo al cielo. La luz se había desplazado hacia el oeste lo suficiente como para alargar las sombras de forma preocupante. Pasaba muy a menudo, demasiado a menudo. Aparecía la luz por el este, se paseaba por el cielo lentamente haciendo correr las sombras de los árboles de un lado al otro y, al cabo de un tiempo, caía al otro lado de las montañas y desaparecía.
Poco antes de que esto pasara, todo el mundo se refugiaba en sus chozas, algunos en cuevas, como él, y rezaban para que el que encendía la luz y la colgaba del cielo no se olvidase de hacerlo de nuevo pasadas unas horas llenas de miedo e incertidumbre.
Pero mientras, la oscuridad se hacía dueña de todo, lo engullía todo, haciendo inseguro el estar al aire libre.
Nadie lo decía claramente, pero en todos los rostros se adivinaba la preocupación, el miedo, la precipitación por acabar la labor que hubieran emprendido y las prisas por comprobar que en sus cuevas y lares aún quedaba el suficiente rescoldo como para añadirle algunas maderas más e iluminar ese par de metros que los hacía sentirse a salvo de espíritus dañinos, de fieras salvajes y del frío de la noche.
No podía esperar más.
Recogió todo, se introdujo en su cueva, avivó el fuego adormecido y oró, hasta que le venció el sueño, para que durante ese tiempo en el que la negrura albergaba todos los peligros imaginables, el guardián de la luz no muriese y estuviera en su puesto al día siguiente, trayéndoles de nuevo los objetos, las montañas y los árboles que, de nuevo al oscurecer, eran tragados por la negrura.
Entre todos, viendo que cada día volvía de nuevo, hicieron eterno al guardián.
Y debía serlo puesto que había sobrevivido a sus abuelos antes de que él naciese, a sus padres, le sobreviviría a él, a sus hijos, a sus nietos…
Era necesario y así nació Él.
Y sin darse cuenta, a la vez que se creaban una ficticia seguridad, todas las tribus entraron en la auténtica y más terrible de las oscuridades.
No sabía describir realmente esa sensación, pero es durante las mañanas, dedicado a sus tareas, no olvidaba mirar de vez en cuando hacia arriba para asegurarse de que seguía allí.
Una vez comprobado, reiniciaba su trabajo agradeciendo al que sostenía la luz su esfuerzo por mantenerla viva, irradiando a la vez un agradable calor que podía percibir en su piel endurecida por años y años a la intemperie.
Su vida era monótona, mas su existencia era importante para los demás. No cazaba, no recolectaba frutos ni bayas. Una caída, de pequeño, le había dejado una pierna algo más corta que la otra, por lo que las carreras y el transporte de grandes pesos le estaban vedados desde entonces.
Sin embargo, había aprendido hacía tiempo, durante una de sus estancias de temporada con los vecinos del valle más alejado del río, a endurecer los objetos mediante el fuego y a raer las pieles, sin rasgarlas, eliminando cualquier resto de grasa que pudiera dar lugar a que posteriormente éstas oliesen mal y hubiera que tirarlas. Pero sobre todo, aprendió a trabajar delicadamente el sílex con golpes cortos, pequeños y secos, seguros, de manera que, al cabo de poco tiempo, a su alrededor brotaba un cultivo de pequeñas lascas que los niños se llevaban alegres para cortar raíces, descortezar pequeños troncos y tallar juguetes en madera blanda, mientras en sus manos, en las del artesano que él era, quedaba una hermosa, simétrica y afilada punta que, en poco tiempo, se uniría con tendones y fibras secas a un asta para formar la más temible arma de caza que se podía imaginar.
Por su trabajo recibía comida y presentes. Un intercambio del que no todo lo aceptaba. Tan sólo aquello a lo que él suponía una posible, inmediata o futura, utilidad.
A él acudía el resto del grupo para solicitarle útiles y armas, casi tanto como al sanador.
Y éste utilizaba sus herramientas, las que él le fabricaba siguiendo sus instrucciones, para sajar bultos desconocidos que aparecían en las heridas y de los que destilaba al momento un líquido blanco y maloliente. Con él se iban los dolores y el calor que martirizaban al enfermo. Incluso una vez le fabricó varias lancetas muy finas, aguzadas y afiladas, con un borde biselado y curvo que le costó más de una discusión con el sanador, varios montones de sílex inutilizado y nuevas explicaciones hasta que, cuando le presentó las últimas que se había jurado intentar, vio cómo a aquél se le iluminaban los ojos, como sonreía y cómo le felicitaba por haber conseguido al fin lo que con tanto ahínco había estado explicándole.
Le pagó extrayéndole de forma gratuita, que no menos dolorosa, las dos muelas que desde hacía meses le martirizaban y no le dejaban masticar bien la carne, por lo que su dieta se había reducido últimamente a diversas verduras, algunas bayas y, de vez en cuando, a algún pez lo suficientemente estúpido como para acercarse a la orilla del río mientras él estaba allí.
Cuando contempló por primera – y única vez – para qué quería el sanador aquellos útiles se horrorizó, aunque éste le hizo ver, días más tarde, lo eficaces que habían sido al conseguir mediante ellos abrir un agujero lo suficientemente limpio y pequeño en la cabeza del Gran Pescador como para eliminarle los dolores y permitirle mover con bastante agilidad brazos y piernas; tanto que, posiblemente, en unos días más el Gran cazador podría dirigir una nueva partida de caza en las mesetas que se alzaban a la otra parte de la corriente de agua que corría ante sus casas.
En realidad no fue así, pues pasado poco tiempo, el Gran Cazador volvía a quejarse aún más. Aullaba y todo el pueblo le oía. Se agitaba, se tocaba la cabeza y pronto le subió mucho el calor del cuerpo. Tanto que él cree que al final se coció por dentro, porque un día apareció muerto sin más.
El sanador hizo otras cuantas intervenciones así, aunque esta vez ayudado por el chamán que, mientras él sudaba y porfiaba por acceder al interior de la cabeza del dolorido, recitaba sus cantos y sus invocaciones, tanto para atraer a buenos espíritus como para ahuyentar de los alrededores a los malos.
La última vez que lo vio había sido a comienzos del calor. Como era su costumbre, recorría en esa época los pueblos que, como el suyo, estaban afincados a orillas del río, en contra de la corriente. No volvió más.
Bueno, volvió, o mejor, pasó flotando ante sus ojos y los de varios vecinos más, ya muerto y sin cabeza. Posiblemente una de sus intervenciones milagrosas falló y dio con la incomprensión de algún familiar dolido de la víctima.
Ahora estaban sin sanador, pero había oído que varios pueblos más abajo había uno que tenía intención de pasar por allí en la siguiente primavera….
Miró de nuevo al cielo. La luz se había desplazado hacia el oeste lo suficiente como para alargar las sombras de forma preocupante. Pasaba muy a menudo, demasiado a menudo. Aparecía la luz por el este, se paseaba por el cielo lentamente haciendo correr las sombras de los árboles de un lado al otro y, al cabo de un tiempo, caía al otro lado de las montañas y desaparecía.
Poco antes de que esto pasara, todo el mundo se refugiaba en sus chozas, algunos en cuevas, como él, y rezaban para que el que encendía la luz y la colgaba del cielo no se olvidase de hacerlo de nuevo pasadas unas horas llenas de miedo e incertidumbre.
Pero mientras, la oscuridad se hacía dueña de todo, lo engullía todo, haciendo inseguro el estar al aire libre.
Nadie lo decía claramente, pero en todos los rostros se adivinaba la preocupación, el miedo, la precipitación por acabar la labor que hubieran emprendido y las prisas por comprobar que en sus cuevas y lares aún quedaba el suficiente rescoldo como para añadirle algunas maderas más e iluminar ese par de metros que los hacía sentirse a salvo de espíritus dañinos, de fieras salvajes y del frío de la noche.
No podía esperar más.
Recogió todo, se introdujo en su cueva, avivó el fuego adormecido y oró, hasta que le venció el sueño, para que durante ese tiempo en el que la negrura albergaba todos los peligros imaginables, el guardián de la luz no muriese y estuviera en su puesto al día siguiente, trayéndoles de nuevo los objetos, las montañas y los árboles que, de nuevo al oscurecer, eran tragados por la negrura.
Entre todos, viendo que cada día volvía de nuevo, hicieron eterno al guardián.
Y debía serlo puesto que había sobrevivido a sus abuelos antes de que él naciese, a sus padres, le sobreviviría a él, a sus hijos, a sus nietos…
Era necesario y así nació Él.
Y sin darse cuenta, a la vez que se creaban una ficticia seguridad, todas las tribus entraron en la auténtica y más terrible de las oscuridades.
Etiquetas: cuentos, literatura, luz