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Escribiendo mal

¿A quién no le gusta leerse en la Red? A mí sí. Por eso creo este blog. Quiero incluir en él todos mis experimentos "literarios", buenos o malos, pero míos. A ti que miras: No te aconsejo que lo leas todo de un tirón. No podrías. Además... te cansarías.

11.4.07

LLUVIA

La lluvia cae, persistente y mansa, sobre los coches aparcados en la calle salpicándolos de destellos.
El ruido de los tambores, que hasta hace poco rebotaba con sordo rumor de esquina en esquina, ha cesado en su sonido hueco, vencido por el goteo persistente que se descuelga de las bocatejas, se encauza en los canalones de zinc y desemboca, con un gorgoteo hueco, a pocos centímetros de altura del acerado. Corren pequeños maremotos en olas imperceptibles, casi simétricas, acompasadas como el tic-tac de un metrónomo, entre las baldosas, hasta romper toda su ridícula violencia en el tragante que las espera, como una trampa, y que las ahoga en el entramado de conductos subterráneos de recogida de pluviales.
Cuando gira la llave y detiene el motor del coche, el silencio en su interior le parece un moderno útero de plástico, piel y vidrio donde la paz gobierna, reina suprema, sin dar concesiones al exterior.
Observa a su alrededor las luces amarillentas, conos de luz que iluminan la nada, el silencio, la soledad sin noctámbulos borrachos, sin nazarenos, sin culto a los dioses. Inspira hondo... y nada de provecho saca.
Es fino, casi pedante o quizás rozando tal calificativo. Por eso, ahora, en su silencio, una vez en casa, a refugio de la lluvia y de las procesiones, será incapaz de escribir si no es con su pluma, tinta negra, pura noche como el color de unos ojos que te observan mientras haces el amor.
Muchas cosas han desaparecido. Demasiadas se han perdido entre él y el mundo, ese mundo joven, risueño, ensortijado como las güedejas de pelo moreno de una gitana, de una gitana elegante a la que bautizara Di Meola. Todo lo ha echado a perder el miedo, la precaución necesaria, el temor a la angustia del otro, la vigilancia, por parte de un desaprensivo, del mundo que han creado. Es un miedo absurdo pero, por desgracia, real. Miedo a que todo se destroce en una explosión de revelaciones que sorprenderían a muchos y llagaría las almas y las vidas como la metralla de una estúpida granada.
Sale al aire, a la noche.
La lluvia, difuminada por la luz, deja ver a su trasluz las líneas verticales de un camino llegado del cielo. Machacona, persistente, casi silenciosa…
Queda una hora para dormir; quizás dos para lanzar al aire tres besos que no han faltado ninguna noche.
Ante él, un folio en blanco espera la herida que la pluma, amenazadora entre sus dedos, pueda hacerle.
Y echa de menos a la mujer ausente, invisible, impalpable, lejana.
Sopesa todas las posibilidades. Un 99% de ellas dicen adiós. Un 1% aún guarda la ilusión de un encuentro en el que poder resbalar en su cuerpo, hundirse en su alma, entrar en sus ojos para decirle que la ama. Pero las matemáticas, inexorables, cantan sus datos. Aquí no hay dados, como en un juego de azar. Ni unas cartas que puedan combinarse a gusto del jugador. Sólo realidades. Por eso, quiere gritarle al cielo, pero ¿qué? ¿o para qué?
Quiere recordar su voz, pero la memoria no le alcanza.
Quiere evocar su mirada, pero los ojos de su mente sólo se topan con el blanco vacío de una pared y con el frío de una ausencia.
Quiere llorar, pero no puede. El tiempo se encargó de secar los manantiales.
Eunice levanta el rostro ante la cámara que la enfoca. La pequeña pantalla le castiga con el recuerdo ¿Hay algo que no los haga brotar constantemente?
¡Pobre hombre! Atado a un pasado, aherrojado a un sueño imposible, intenta dormir para vivir, dormido, en un mundo nuevo, en una nueva vida, intentado romper una asincronía temporal y una realidad espacial… pero no lo consigue.
Sólo le quedan los tres besos que ilusionados – o quizás convertidos en un hábito como el de tocarse la nariz en los momentos de nervios – partirán, cabalgando en el viento, siendo el viento mismo, hacia unas mejillas que puede que los esperen y que quizás aún lo recuerden.
Y entre brumas, con el sueño arañando en su consciente, imagina, por un momento, oír junto a su oído: “Yo también te quiero…”

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