LA TOMA DE LA BASTILLA.
Recorrió con sus dedos los lomos de los libros que descansaban, en silencio, en la estantería que corría a la altura de su pecho. Sus yemas percibían las filigranas, los adornos, el cuero domado, el repujado y dorado formando letras, títulos,…
Cerró los ojos con el absurdo convencimiento de que las hojas, aprisionadas entre duras tapas de piel, le transmitirían los pensamientos, los sentimientos y las ideas de los que, en otros tiempos, habían creado tales obras de arte.
Esperaba que, en cualquier momento, los volúmenes le gritaran toda la sabiduría desarrollada en aquellos caracteres entintados que cubrían las páginas, en blanco antes de pasar por las manos del impresor, del encuadernador, del librero…No oyó nada, ni un solo rumor; no percibió su aliento, ni siquiera el que sutilmente podía circular de estante a estante y que pudiera llevar hasta su nariz el olor del papel, la leve vibración del aire, conmovido al menos una vez por la intensidad de su deseo.
Nada. Era la negación del todo, de lo absoluto, de sus sueños.
Gimió. Casi imperceptiblemente, aunque en el silencio de la biblioteca le pareció que estallaba como un estruendo, que se multiplicaba en cada estante, en cada sección, en toda aquella enorme sala cuyas paredes se adornaban con miles de títulos.
Le pareció que la bibliotecaria iba a llamarle la atención.
Chica joven, guapa, muy atractiva, rompía el concepto, durante décadas acuñado por el saber popular, de cómo debía ser una mujer que se enterraba entre títulos y autores reseñados en pequeñas fichas, a la espera de que algún ratón de biblioteca entrara a pasar las horas muertas entre sesudos libracos que estaban sólo para eso, para ratones de biblioteca.
Miró hacia ella y, como intuyendo el giro de su rostro, la chica levantó los ojos de la pantalla, le sonrió y volvió a su trabajo de recopilación y de clasificación como si no hubiera nada más importante en el mundo.
Suspiró aliviado. Su gemido había sido más suave de lo que su imaginación, desbocada, le había hecho creer.
Eran sólo las cinco de la tarde pero la tormenta que desde la calle alcanzaba a dejar oír su rumor allí dentro había robado la luz hasta el punto de parecer de noche.
Poco a poco su cuerpo fue desplazándose, casi sin sentirlo, hasta la sección de biografías. Allí, en orden alfabético, pudo ir observando lo que el mundo editorial había sacado a la luz, por diversos motivos, en los últimos años.
Estaba claro que entre esas obras no encontraría lo que buscaba.
Había que remontarse a mediados del siglo XIX para encontrar al autor que se había atrevido, tan sólo él, único en su especie, a biografiar a Carlos Sanjuan Gilabert, aunque el título de la obra, por lo que sabía, fuese tan raro como absurdo: “Él”.
Así, a secas, pronombre personal de tercera persona, singular.
Quizás en los fondos no expuestos al público…
Dudó un momento antes de encaminarse hasta la bibliotecaria.
Ésta, al oírlo, levantó la vista en su dirección y le regaló otra bonita sonrisa como la de minutos antes, aunque esta vez en sus ojos no se leía condescendencia, sino curiosidad.
-¿Y…?
Se quedó parado. No entendió de primeras qué significaba ese monosílabo pronunciado por ella. Cuando cayó en la cuenta, sus reflejos, tardíos, le sirvieron para otro monosílabo:
- Él.
Uno a uno. Empate dialéctico en el más pobre de los diálogos que nunca había desarrollado, se dijo para sí sin poder evitar la risa. Ésta sólo tuvo la facultad de cabrear a la mujer.
- Le he preguntado qué desea – le dijo cortante.
- No es cierto, pero déjelo. No se enfade, no es mi intención. Verá…
Pese a sus disculpas, apreció que sí, que estaba enfadada. Pero si se excusaba más sabía que daría una falsa sensación de culpabilidad, así que siguió:
-… Busco un libro. Una biografía. En las estanterías, obviamente, no la voy a encontrar. Y me preguntaba si no la tendría usted en los fondos más antiguos.
- ¿Puede saberse de qué año es, su autor, la editorial,… no sé, algún dato más que no sea sólo la risa?
Tocado. Ella contraatacaba. Y con acierto, porque consiguió ponerle nervioso. ¡Él y su maldita timidez! Con gran esfuerzo consiguió sobreponerse al ataque.
- Siglo XIX, aproximadamente tercer cuarto de siglo. Autor desconocido. Título “Él”. Imprenta Editorial Fortuna, Puerta del Sol, 6. Madrid… ¿más datos?
- Me sobran todos – respondió ella a su involuntaria chulería- Esta es una biblioteca pública relativamente reciente. Sólo tiene unos cincuenta añitos, por lo que los “fondos” de los que usted habla son más bien escasos. ¿No se habrá usted confundido con la Biblioteca Nacional?
¡Otra vez! Pero, ¿qué le había hecho a aquella mujer para lanzar puya tras puya? Empezó a no caerle simpática. Posiblemente, y puesto que el sentimiento suele ser mutuo, a ella le estuviese pasando lo mismo.
- Perdone, pero ¿ese aparatito que tiene usted ahí es un ordenador?
La sorprendió, se dio cuenta al instante.
- Sí… - se rehízo en un microsegundo - ¿no ha visto usted antes ninguno?
¡Mierda! ¡Otra vez! Le dio la impresión de que en esta soterrada partida de ajedrez ella ganaba de sobra… y sólo jugando con los peones.
- ¿Sabe usted manejarlo? Dándole a algunas teclitas, y según los datos que usted meta en el programa de gestión, posiblemente le diga si ese título está aquí. ¿Quién sabe? A veces hay donaciones de bibliotecas privadas, libros perdidos en baúles, herencias, desalojos de los que el Ayuntamiento no sabe qué hacer con esas cosas llenas de letras que se llaman libros…
Ahí llegó al límite, punto que apreció cuando la chica, pausadamente y con movimiento exagerados, como exhibiéndose ante él, tocó un botón que había junto al teclado del ordenador.
En breves segundos, a su izquierda, tapando la poca luz que la tormenta permitía llegar hasta allí, una mole de muchos kilos y un uniforme paramilitar con un gran parche en el brazo derecho donde podía leerse “SEGURIDAD”, creció a sus ojos hasta alcanzar unos enormes dos metros que, apoyándose con negligencia en el mostrador, preguntaban:
- ¿Ocurre algo, Claudia?
- No, Víctor, no demasiado (¡hasta el nombre lo tiene apropiado esta masa!, pensó él). Aquí el señor – Claudia, que ahora ya sabía que así se llamaba, señaló hacia él con la uña del dedo índice – que desea marcharse pero dice que le da miedo la tormenta. ¿Podrías ayudarle?
- Sin duda, sin duda. ¿Puede seguirme el caballero?
“El caballero”, que intuía que se refería a él, se rascó un poco la coronilla, enrojeció levemente, carraspeó y en menos de cinco segundos, acompañado de aquel androide con ropa humana se encontraba ante la puerta de entrada acristalada mirando aprensivamente las cascadas de agua que, con un hermoso acompañamiento de truenos, parecían decirle “Venga, ánimo, valiente. Atrévete. Entra en mí”.
Como dudó un momento, un leve empujón del segurata le ayudó a decidirse, no del todo voluntariamente.
Y entró en ella, ya lo creo; de pleno. Le dio la bienvenida a la calle el chasquido profundo de un rayo, seguido del horroroso crujido del trueno mientras litros y litros de agua empapaban su indumentaria y le calaban hasta los huesos ante la mirada cínica del guardia, bien sequito tras la puerta acristalada.
Pensó en vengarse, en dirigir todos los rayos que resplandecían en el cielo a la nariz de aquel tipo, pero el único esfuerzo que en ese momento merecía la pena era el de salir corriendo y buscar cobijo en algún lugar antes de acabar ahogado.
Y corrió hasta la esquina, donde un infecto cafetucho de tres al cuarto le dio la bienvenida con su olor a cerveza, a orines de un baño sin aireación y con un dedo de serrín en el suelo para absorber el agua que, desgraciados como él, arrastraban de fuera adentro.
“Reflexiona, cálmate”, se dijo a sí mismo ante la mirada del camarero que limpiaba un vaso con un trapo mugriento mientras con una obsequiosa sonrisa, le preguntaba qué deseaba tomar.
“¡La Bastilla!”, se dijo para sus adentros, lo cual sorprendentemente se tradujo en “un café con leche, gracias”, mientras se sentaba en una mesa de mármol con patas repujadas en hierro fundido que le hizo recordar a Cela.
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