ecoestadistica.com

Escribiendo mal

¿A quién no le gusta leerse en la Red? A mí sí. Por eso creo este blog. Quiero incluir en él todos mis experimentos "literarios", buenos o malos, pero míos. A ti que miras: No te aconsejo que lo leas todo de un tirón. No podrías. Además... te cansarías.

29.9.06

EL LAGO.

El embarcadero duerme aún. Apenas se oye algún ruido, salvo el suave chapotear del agua que, en minúsculas olas, arriba a la orilla acariciando los pilares de madera antes de morir unos metros más adelante, donde el barro y la arena se confunden con las piedras que salpican el límite común de ambos elementos.
Respiro.
Tierra y agua. Respiro hondo. Falta el cuarto, el fuego.
Pero ése sé donde encontrarlo. Está en mí. Arde aún aquí dentro mientras espero la llegada del lanchón en el que he de cruzar el lago.
Ya se oye entre la niebla. Sus motores transmiten un sonido sordo, rítmico, de gota a gota en suspensión en el aire. Crece de forma continuada aunque en este amanecer, que llega despacio, al sol le costará ir rasgando este pesado y sutil velo de niebla que empapa mi ropa, mi maleta, mi rostro, mi mirada que escruta, en dirección al ruido, sin ver.
Sobreponiéndose al petardeo del motor, un taconeo llega a mis oídos. Son pasos femeninos que poco a poco se transforman en una silueta, primero difusa y, momentos después, claramente definida. Pese a esperarla, llama mi atención.
Quizás porque estemos sólo los dos, en un amanecer húmedo, esperando la llegada del barco, en un día cualquiera; cruzamos una mirada rápida, un corto y frío saludo y ahora somos dos los que observamos con disimulada atención la zona frente a nosotros y en la que la incipiente claridad se rompe de improviso por la sombra, mucho más oscura, de la nave que invierte motores mientras se acerca lentamente a los neumáticos que le servirán de freno antes de ocasionar los inevitables y esperados destrozos que provocarían su ausencia.
El monstruo hace sonar una campana mientras enciende su ojo resplandeciente.
Otra sombra aparece, rápida, para coger al vuelo el cabo que lanzan desde la nave y ayudar así a la maniobra de atraque.
Subo a bordo. La mujer me sigue. Vuelve a sonar la campana, los motores aceleran, manos desconocidas recogen los cabos y abandonamos el muelle, la isla y los días pasados en ella.
El trayecto durará algo menos de dos horas, por lo que decido no entrar a las butacas interiores. Prefiero el aire húmedo, la brisa fría que corta el navío y, de paso, contemplar el amanecer que lentamente se está abriendo paso entre la niebla hasta la popa de la nave.
Cuando, al cabo de un rato, aterido pero feliz, giro la cabeza, mi mirada se cruza de nuevo con la de ella, que me observa desde la cubierta superior. Después se gira y mira al vacío igual que he mirado yo poco antes. Mira la bruma, el sol rojizo que puede ya observarse en el horizonte y, de vez en cuando noto cómo la recorre un escalofrío muy similar al que me recorre a mí. Sé que no es frío, sino desesperanza.
Sueño posibilidades, pienso sueños, creo pensamientos.
La mujer es joven y bella. Ahora puedo apreciarlo perfectamente. Y su tez, enrojecida por la luz del sol naciente, me atrae hasta el punto de desear acariciarla, de percibir su textura y su calor en las yemas de mis dedos.
Ella parece leer mis pensamientos y creo sentir que enrojece un poco más.
Pero eso es casi imposible. Sé que es mi imaginación, que vuela libre hasta donde mi cuerpo se niega o ya no puede seguirla.
Subo por la escalerilla que una ambas cubiertas y siento su mirada pegada a mis movimientos. Al pasar a su lado no puedo evitar observarla. Su pelo, negro, juega con sus facciones, las ocultas a intervalos, se desliza por su perfil sin que ella haga nada por evitarlo. Se da cuenta de que la miro disimuladamente y eso parece complacerle. Su perfume, tan conocido, me llega de repente y me rodea. Un olor fresco, casi como el del bosque, llega a mi olfato sin llegar a hacerse pesado, lo cual me ata un poco más a ella.
La bruma matinal, el barco, esa mujer, el amanecer, uno más, me trae a la mente mi idea de los caminos cruzados, de las intersecciones vitales. Todas nuestras vidas están regidas por esos caminos, esos cruces invisibles. A veces indiferentes, otras cruciales; unas, felices encuentros; otras, desgraciados desencuentros…
Y como todos los caminos, sinuosos, con la posibilidad de volver a entrecruzarse en la línea del tiempo, o de repetirse antes o después. La vida, pues, está llena de extrañas coincidencias. Cuando en uno de esos cruces encuentras a alguien y entablas una conversación casual, una amistad real o algo más profundo, a la hora de las confidencias, observas que ha podido haber más puntos de encuentro en esos caprichosos bucles del destino. Sí, la vida tiene esos caprichos.
Imagino que hablo con ella, que mi vida se ata, de algún modo, aún más a la suya. Intento imaginar que esta intersección no es la última, aunque sí la definitiva, la que une los bucles y los redirecciona juntos en un único y mismo sentido.
La campana del barco vuelve a sonar anunciando el fin de la travesía y que va a iniciar de nuevo el atraque en el pequeño puerto de término de la otra parte del lago. Noto cómo las turbinas invierten de nuevo su marcha y cómo el navío desacelera bruscamente.
Ella está detrás de mí y el brusco descenso de la velocidad hace que pierda pie y, antes de caer, choque involuntariamente su cuerpo con mi espalda. En un instante, antes de volverme, noto su aliento en la nuca, sus brazos en mi espalda y cómo éstos se escurren y dibujan a mi alrededor un inevitable abrazo. Noto la suavidad y la dureza de sus pechos, me vuelvo y encuentro un rostro sonriente que simula tartamudear y me pide excusas. No es necesario. Estamos sólo los dos. Una familia con dos niños se acerca ignorante de ella, de mí, de todo…
Sonríe con picardía.
- “Disculpe… estos barcos…”
- “No importa, no se preocupe…” respondo también sonriendo.
El barco se detiene. Cesa el movimiento. Hay que bajar.
En un último gesto de galantería me aparto un poco y la dejo pasar. Cuando cruza ante mí, su mano me roza en un adiós a tres maravillosos días pasados en la isla. La admiro mientras baja por la pasarela.
La sigo a pocos pasos. Cuando llega al rudimentario muelle, alza la mano y, a su gesto, responde un individuo bien trajeado que espera apoyado en un coche. Arroja un cigarrillo al suelo, lo pisa con el tacón del zapato y se dirige, sonriente, hacia ella. Ase el maletín que lleva en la mano y ambos se introducen en el vehículo.
Su marido sin duda, al que no ha mencionado en estos tres cortos días. No sé si lo que siento es envidia o celos de él.
Antes de entrar en el automóvil veo que mira hacia mí (¿hacia el barco?) una última vez. Su cara refleja durante un segundo un gesto de amargura. “Parece que ella siente lo que yo”, pienso mientras el coche arranca y, al girar y pasar ante mí, los ojos que de nuevo se cruzan lo dicen todo. Delatan tres días en una isla, un hotel de reposo casi vacío, la dicha, el amor, el dolor de la separación…
“Es guapa, mucho” me digo. Y mientras observo cómo desaparece el auto, envuelto en polvo, tras la rasante que hay unos metros más allá, sólo puedo pronunciar, despacio, sin apartar la vista… “adiós; hasta un próximo bucle… quizás”.

26.9.06

LUNA NEGRA



Vemos así que la Gran Madre es urobórica: terrible y devoradora,
benéfica y creadora, alguien que ayuda, pero también es tentadora
y destructiva; una hechicera que enloquece y que, sin embargo, es
portadora de la sabiduría; bestial y divina, voluptuosa prostituta y
virgen inviolable, inmemorialmente antigua y eternamente joven.
(“The Origins & History of Conciousness” Eric Neumann.)

El canto de los pájaros me distrae un momento de mi objetivo.
Amanece, y las sombras se van tornando en luz difusa sin que mis ojos puedan distinguir aún claramente qué es vegetal y qué animal en este inmenso manchón verde creado entre ambos ríos.
Poco a poco, el color va añadiendo tonalidades y facilitándome la búsqueda.La pareja debe estar por ahí, cerca aunque aún no pueda verla. Pero su olor es inconfundible y me llega con toda claridad.
Unos momentos después, una voz me hace agazaparme y disimularme entre los helechos. Los animales ni se inmutan. Aún no conocen el mal ni la muerte y, por lo tanto, nada tienen que temer. “Ya aprenderán con el tiempo”, me digo a mí misma mientras recorro con la vista la zona de la que ha nacido la voz.
Sé que es la de él porque antaño estaba acostumbrada a su timbre. Además, ¿cómo no conocerla si es la del único varón de la especie?
Sonrío. Hasta en eso está, el muy creído, en desventaja. Somos dos mujeres. Y él, un solo hombre.
Observo cómo haraganea de un árbol a otro, como un mono, mientras ríe inconsciente.
A lo lejos, Eva deja de mirarlo. Parece interesarle poco. Al fin y al cabo aún no comprende su discutible utilidad. Pero parece intuirme a mí, porque dirige su rostro hacia donde me oculto y, con un leve gesto, hace entender que me espera donde, desde hacía días, solemos vernos.
Rodeo en silencio el parque de juegos del idiota y, confundida con la maleza, llego minutos después al lugar de la cita.
Una amplia sonrisa se abre en el rostro de Eva cuando me ve aparecer. La verdad es que es evidentemente bella, casi tanto como yo, pero de otra manera. Parece más infantil, más cándida, más sumisa. Seguramente no se cuestionará, cuando le llegue el momento, si recibir a Adán encima o debajo. Él no verá en ella una mujer rebelde como vio en mí.
Además, no conoce el nombre secreto de Dios, por lo que difícilmente lo podría pronunciar y, en consecuencia, desaparecer como yo hice.
La observo detenidamente mientras ella hace lo mismo conmigo.
Para estar hecha de una costilla de ese desgraciado está, realmente, muy bien hecha. Dicen que intervención divina. ¡Claro, así cualquiera!
Entorna un poco los ojos con coquetería, gesto absolutamente innecesario porque no se trata de seducirme a mí, sino que el juego en el que estoy es el de seducirla a ella. Más que eso, que ya en días anteriores lo he conseguido, intento sembrarle el germen de la duda, la existencia de la posibilidad, el conocimiento de que la sexualidad no es, necesariamente, un instrumento de procreación ni tiene por qué ser realizada siempre entre sexos distintos de la misma especie. Ni siquiera de la misma especie…
Perdón, no es ese el camino que tengo que aclarar ahora. Ya tendrá tiempo esta patética especie, cuando sea más abundante, de comprobarlo por ella misma. Siempre he sufrido el mismo problema: me crearon mujer pensante. Como tal, pienso, y eso me ha ocasionado no pocos problemas desde el principio.
¡Joder, si será poco lógico que, con sólo dos mujeres y un hombre en el mundo, yo he pasado a ser la primera divorciada de la Historia!
Lo tendré en cuenta para generaciones futuras...
- “A ver, niños, ¿quiénes fueron nuestros primeros padres?”- “Nuestros primeros padres fueron Adán, divorciado, y Eva”.
Aunque realmente, mucho me temo que irán depurando esta historia hasta dejarla asépticamente impoluta, sin mota de polvo. Limpiarán cuanto de polvos se trate en la realidad. Y sin sexo en la historia, ésta podrá llamarse Sagrada. Y podrá ser utilizada, con ligeras variantes, por cualquier corriente religiosa, cualquier mitología, cualquier creencia que nazca de aquí en adelante.
Hago un esfuerzo por volver a la realidad.
No sé cómo hemos llegado hasta aquí pero Eva yace debajo de mí – lo sabía, esta mujer es tan inocente que no se cuestiona ni siquiera quién manda en este tipo de relaciones – y se retuerce mientras acaricia mis senos y yo los suyos.
Lejos, muy lejos, se oye a ese tipo lanzando gritos de alegría cada vez que farfulla un nombre y se lo endosa a otro bicho de los que han podido cruzarse en su camino.
Pero a nosotras no nos importa. Hacemos el amor, acariciamos nuestros sexos, nos excitamos cada vez más, nos complementamos mientras nuestros clítoris crecen por momentos. Adán siempre se sorprendió cuando, al principio, se dio cuenta de que yo escondía un pequeño pene que, en los momentos más cruciales, casi parecía retarle en su papel de macho dominante. Y yo sabía que era así. No voy a decir que se acomplejara… sería mucho decir, aunque no me extrañaría nada de ese cabeza vana. Ahora, con Eva, todo ese estúpido inconveniente que él encontraba no es más que ventaja. Tanto para ella como para mí. Para ella es como una penetración, mínima pero sumamente agradable. Para mí, otro tanto. Bueno, no; para mí es sólo un experimento en busca de un resultado.
Siento cómo poco a poco llegamos al clímax, cómo las oleadas de placer nos embargan y nos electrizan. Después vamos bajando de la cima de nuestros montes remontando colinas cada vez más suaves, pero no por eso menos dulces.
Sé que Eva se ha enamorado de mí.
Y, posiblemente, supongo que le irá desagradando más y más el contacto con el macho de su especie, con ese pene rodeado de hombre que sólo sabe buscar su propio deleite sin esperar que ella conozca lo que es un orgasmo.
Cuando acabamos, me deslizo a su lado y, tras depositar un beso en cada uno de sus pezones, menudos y rosas, en su vientre y en su sexo, arranco de ella un suspiro de satisfacción.
Las hierbas casi nos tapan. Eva se vuelve hacia mí y vuelve a hacerme la misma pregunta de siempre.
- ¿Me quieres?
- Sí – contesto casi maquinalmente.
Ella sonríe. Irradia felicidad.
- ¿No me dirás por fin cómo te llamas, de dónde vienes?
- ¿Y para qué quieres saberlo?
- Ummm…. No me gusta amar a alguien de quien desconozco el nombre. Sólo eso.
Me lo pienso. ¿Qué más da un nombre que otro? Pero consiento. Al fin y al cabo, ahora que la sé enamorada, me toca perderme para siempre, volver de nuevo a mi reino de la nada y dejar que la historia, “sagrada”, prosiga como la Providencia lo desee.
- Lilith... me llamo Lilith. Vengo de la luna negra… Déjalo, no lo comprenderías.
Eva acaricia mi brazo y enreda sus dedos en mi cabello mientras yo intento levantarme.
- No te vayas - me ruega – Yo… te quiero.
- Y yo a ti. Pero debo irme. Quizás no vuelva nunca más.
Veo cómo se convulsiona su rostro, noto cómo se le encoge el pecho por el miedo a la pérdida, casi puedo sentir cómo su corazón se va rompiendo a trocitos por el pánico a no tenerme nunca más.
Me da lástima. Mucha. De hecho mi experiencia sexual con ella ha sido en estos días mucho más gratificante que la que, desde siempre, mantuve con Adán.
Pero mi venganza está así cumplida.
Aquí se queda, en este Edén entre el Tigris y el Eúfrates, en esta cárcel engañosa con la aún más engañosa misión de procrear un hijo tras otro para poblar la Tierra, y con un secreto en su corazón que nadie conocerá. Tan sólo ella y yo.
Y miles de años después, los niños no responderán a un canon, a un catecismo como el que a mí me hubiera gustado, porque éste seguirá estando depurado al máximo…
- “A ver, niños ¿quiénes fueron nuestros primeros padres?”
- “Nuestros primeros padres fueron Adán, divorciado, y Eva, lesbiana”.

13.9.06

ESTO DE INTERNET.

A Nacho, que por una apuesta jocosa tuvo a bien
colmarse de paciencia en espera de esta boba historia que
sólo sucede en las líneas telefónicas y que, gracias a ellas,
sucede al menos ahí.

No soy demasiado joven aunque, la verdad, no puedo quejarme en absoluto.
A mi edad no me falta de nada, gracias a una historia familiar que no viene al caso ni tengo por qué contarles. Aunque, para evitar juicios de valor erróneos y anticipados, sí me interesa que conozcan mi condición actual.
Como ya les he dicho, joven... bueno, mejor de edad mediana... Si afinamos, casi rozando la puerta trasera de la juventud... pero eso tiene poca importancia. Como también he dicho, con todas mis necesidades cubiertas; primarias, secundarias y aún terciarias, si las hubiera. No he sabido nunca qué es carecer de algo.
Hace décadas que vivo en esta casa, una gran casa, procedente de mi herencia familiar. En pleno centro de esta capital de provincias algo ñoña (sí, me refiero a la ciudad), se encuentra rodeada de un enorme jardín, casi abocado a una masa forestal, que la hace invisible a cualquier mirada aviesa o curiosa (que de todo hay) que intente lanzar desde la calle cualquier paseante aburrido. Además, un gran muro de piedra, de considerable altura, la protege tanto de ésta como de cualquier otra contingencia que pudiera presentarse.
¡Oh, sí! Ventajas de ser descendiente de una de las familias de más peso en la capital, en una época en que tanto el dinero como los apellidos pesaban lo suyo. Y el mío se hizo famoso, sí, e importante, en esa época en que todo andaba revuelto y a cualquiera que decía "tengo hambre" se le daba durante largo tiempo un chusco y algo de sopa en la Prisión Provincial.
La casa, de rancio abolengo, posee tantas habitaciones que algunas de ellas pasan meses sin que las visite, así como un ala para el servicio que, no voy a negarlo, conoció mejores tiempos pero que aún guarda algo de su utilidad.
Muchas habitaciones, sí, pero en ninguna de ellas podríais encontrar un tálamo nupcial. Aún no he pasado por capilla, pese a la preocupada mirada (y a las ligeras insinuaciones) con que me regalan algunos de mis familiares ya añejos (tíos y demás ralea) en los pocos momentos en que se dignan acercarse por estos parajes a visitarme... y de paso, a llevarse algún que otro "recuerdo" que "siempre han deseado conservar"... por motivos de añoranza familiar, claro.
Como digo, no hay un dormitorio de matrimonio que se precie, mas disfruto de un tálamo de soltero que procuro ocupar acompañado cuando es posible. Más que nada porque odio la soledad. Me intimida, me ahoga. Y tener compañía, a ser posible femenina, es una especie de terapia que me ayuda a mantener el equilibrio entre mi yo y esta aburrida ciudad, monótona hasta en sus días más señalados. Y sobre todo, en sus noches, en ésas en las que la soledad intenta morder hondo y dejar huella en cualquiera de nuestras partes más sensibles.
Luego espero que les quede bien. Claro que no es la búsqueda del placer más mundano, por otra parte tampoco desdeñable, el que me lleva a transformar esa cama (también heredada), enorme, pesada y antigua, en un campo de juegos más o menos eróticos. Juegos que pueden durar hasta que el sol avisa de su llegada con unos primeros rayos curiosos que se cuelan por las celosías entreabiertas de las ventanas.
No es que tenga cualquier mujer que pueda desear, pero he de reconocer que, en las noches de farra, mis trajes, mi Masseratti a la puerta del club y una cartera notablemente obesa y fluida ayudan a conseguir cierto tipo de compañía. Puesto que estamos en racha de sinceramientos, a veces esta compañía no es atraída por los objetos que he mencionado antes. Entonces, se desvela un juego en el que se desarrolla el intento de apoderarse "per sécula" de mi dominio territorial. Pero yo, baqueteado en extremo en tales eventos, y auspiciado por un sexto sentido del que no me gusta hacer gala, no prolongo tales relaciones más de una semana... dos a lo sumo.
Sí; podéis llamarme egoísta, crápula... lo que queráis. En realidad me da igual, ya que me han llamado de todo. Pero desde pequeño me enseñaron a defender mis intereses por encima de todo... y entre ellos, el que prima es el de mi independencia. Aunque a veces cueste conseguirla.
El caso es que, en cuestión de nombres, he pasado por el de "niño mimado", "soltero de oro", pasado por los de "niño pijo", "señorito", hijo de puta", etc... (y el que he citado de valor monetario estable es el que últimamente prolifera en algunas revistas de prensa rosa). Pero todo eso a mí me la trae al pairo.
Puedo, también, comprar a cualquier hombre. ¡Entiéndaseme! En la vida siempre hay trabajos que hacer en los que no es conveniente mancharse uno las manos y, menos aún, el apellido. Desde levantar un muro a derribar otro... no sé si me entienden.
Bien… sigamos.
La casa en la que resido, pese a su aspecto exterior un tanto decrépito (según mi estado de ánimo, oscila desde ahí hasta "antigua") engaña bastante. Su interior está acondicionado con todos los adelantos que una casa del siglo XXI puede permitirse. Reconozco que, en parte, desentonan con los altos techos de viga vista, con las habitaciones y pasillos repletos de alfombras y con los cuadros que, casi desde hace siglos, cuelgan su historia de las paredes en semipenumbra. Tampoco con el ala del servicio doméstico, muestra y reserva espiritual de un pasado venido a menos con el tiempo.
Pero no piensen que el servicio actual de la casa es tratado como el de antes, no. ¡Ni mucho menos! De hecho, aprovechando las últimas obras de remodelación de la planta baja (necesarias para la instalación de diversos electrodomésticos, alarmas acústica, visuales y volumétricas, cerramientos de acero al molibdeno que semejan madera y cristal blindado en todas las ventanas exteriores) conseguí sacar a la casa proveedora de tanto artilugio tres equipos personales de pc`s.
Dos de ellos, a petición de la servidumbre (mas bien "a insinuación"), pasaron a sus habitaciones - e ignoro cómo habrán hecho el reparto - y el tercero, por eso de "sentar reales", quedó para mi servicio aunque, realmente, duerme el sueño de los justos en mi despacho de trabajo (por llamarlo de alguna manera) que antes fue de mi padre, mucho antes de mi abuelo... y allí descansa aún embalado porque a mí eso de la informática y de "las nuevas tecnologías" me atraen tanto como el origen y evolución de las especies. O de mi noble apellido, por decir algo.
Sin embargo... últimamente he podido observar que, desde la instalación de esa estúpida "red informática", las sabrosas sobremesas que el personal de la casa mantenía tras acabar sus breves tareas dedicadas a la atención de mi persona después de cenar, han desaparecido por completo. Antes, las risas y los comentarios más o menos intencionados llegaban, de modo amortiguado, hasta el salón donde yo quemaba las últimas horas de ocio del día, ora leyendo cualquier cosa sin trascendencia, ora observando cualquiera de los maravillosos programas de televisión que, sin ningún esfuerzo por mi parte, iban ampliando y elevando mi horizonte cultural. Esas tertulias... lo cierto es que a mí me gustaba escuchar sus conversaciones, de poca consistencia, eso sí, pero jocosas en alto grado.
Ahora, una vez que acaban los ruidos típicos de la cocina (platos que entrechocan y tintineo de cubertería elevando al cielo una estúpida sinfonía acompasada con el ruido del agua cayendo de los grifos), el personal desaparece como raptado por el invisible ectoplasma de alguno de mis antepasados que pululan por los rincones más sombríos. No se oye ni el ruido de una mosca (mejor dicho, puede oírse el ruido de tan repugnante bichejo), a no ser que yo, más por joder que por verdadera necesidad, requiera sus servicios, siempre acompañados de un pianísimo refunfuño y de una mirada torva que me encanta. ¡Quien paga, manda!
Estoy algo receloso. ¿Dónde se meten? ¿Qué hacen?, me pregunto cada noche mientras, en mi aburrimiento, deslizo mi tedio por los lomos de los cientos de volúmenes encuadernados exactamente igual (moda de épocas pretéritas) que descansan, y nunca mejor dicho, en los estantes de la biblioteca familiar.
Me he criado entre estos libros. Poesía y novela se mezclan y uniformizan por esa puñetera manía decimonónica de una encuadernación homogénea, piel y dorados en intrincados arabescos. Sí, hacen bonito. Pero el neófito que no ha echado los dientes entre estos estantes puede arrepentirse si intenta buscar un título determinado.
Yo, creo que ya lo he dicho, prácticamente he crecido aquí, por lo que me desenvuelvo entre ellos con bastante soltura. Es paradójico. Conocía el orden de las cosas, el desorden, el desorden del orden... pero esta biblioteca es el orden dentro del desorden, lo cual es harto más inútil.
No es la biblioteca universal borgiana, no, pero en cuanto a lo laberíntico, algo la recuerda. Pese a ello, soy capaz de localizar en breve tiempo las "Filípicas" de Cicerón... porque a su lado está "Lucrecia", de Moratín. Sobre ellos, recuerdo dos tomos de Hölderin, concretamente "Hiperión" y "La muerte de Empédocles", justito a la derecha de varias obras de poemas de Aleixandre, que parecen sostener el "Tiran el Blanc" del Martorell en una edición de 1653. "Cristabel" y "El cantar del viejo marinero" se encuentran exactamente en la diagonal inferior inversa de "La peregrinación..." de Byron, que a su vez se pelea por hacerse sitio con una edición bastante ñoña de "Historia de un bandido español", novela folletinesca publicada por entregas en el diario El Sol en 1924. ¡12 tomos igualitos en tamaño y grosor! ... como los humanos. Revestidos todos de una calidad similar, su auténtico valor sólo lo conoces cuando miras en su interior...
Bueno, me estoy liando, y me temo a mí mismo en cuanto empiezo con divagaciones... cuanto ni más tú, que te dignas leer estas líneas.
En resumen, que pese a su caótica colocación, ausente de cualquier sistema lógico de localización, yo me entiendo.
Estaba en... ¡ah, sí! ¿Dónde se meterá el servicio? Decía que el personal de la casa prescindía de la "delicatessen" de una adecuada sobremesa y desaparecía de mi vista (y de mi oído) transgrediendo las ancestrales costumbres de esta casa.
¡Por cierto! Hoy es su la tarde libre. Las doncellas (hay dos) habrán salido de compras, o a curiosear escaparates con ese novio que desde hace años tienen a sus espaldas y que, por él, desvalijan a menudo la despensa de mi hogar (supongo que esa es la causa de la falta de alimentos adecuados en ocasiones, digo, yo). El ama de llaves... seguro que está durmiendo la siesta. Y en cuanto al mayordomo... bueno a él lo vamos a ubicar mentalmente en el barrio de las casas de citas donde, por confidencias de algunos amigos que pasaban por allí en algún momento, lo han encontrado husmeando y dando vueltas por allí. Le llaman barrio, pero la verdad es que se limita a una sombría calle y a dos malolientes callejones que desembocan en ella, ambos adornados en sus zonas altas por sábanas lavadas en lejía y ropa diversa que compite entre ella por ganar el premio al color más chillón.
Estoy pensando... ¿por qué no intento desvelar ahora ese misterio que, desde hace tiempo, excita mi curiosidad? Subir a las habitaciones subrepticiamente y, sin dejar rastro de mi presencia, averiguar la razón de la desaparición de esa vida social que, tiempo atrás, se desarrollaba en la cocina de esta casa.
Me doy ánimos con una copa de brandy que me sirvo yo mismo y que no degusto, como otras veces acostumbro, ya que su objetivo no es ése. La bebo rápidamente, como si de un jarabe medicinal se tratara... y emprendo la aventura (o el fisgoneo, según se mire).
Subo en silencio los escalones. Mis pisadas quedan amortiguadas por la alfombra que cubre los peldaños. Tras pasar ante las habitaciones del piso superior accedo, por un estrecho corredor, a esa zona del servicio, más austera que el resto de la casa. Por cierto, hablando de ese corredor, antiguamente no existía pero mi abuelo, en contra de la opinión de su esposa, lo hizo abrir... ¡él sabría para qué!
Baldosas blancas y negras, diseño "art decó", me muestran el camino hacia las habitaciones. Tras un giro de noventa grados paso por la puerta del ama de llaves (auténtico cancerbero de esta zona, bajo su responsabilidad directa). Sus ronquidos (suaves, eso sí) me llegan a través de la puerta cerrada. Después, dos puertas más. Elijo la primera. Si no me equivoco, creo que es la de Esperanza. De las dos doncellas, Esperanza es - pese a la juventud de ambas - la más madura y, posiblemente, la más hermosa también. ¿Qué por qué digo "posiblemente"? Bueno... la hermosura es una percepción tan subjetiva como los ojos que la juzgan. A mí, observada a veces cuando sirve la comida o cuando, ignorante de mi espionaje, bromea con su compañera en los momentos de asueto, me lo parece. Una bonita figura, realzada por un andar cadencioso, casi insolente, hace oscilar una cabellera tupida, clara y suave a la vista, que enmarca un rostro estéticamente equilibrado. En él se abren a la luz dos ojos de un verde impreciso, levemente achinados, que inquietarían si no fuese por la amplia sonrisa que dulcifica sus rasgos en ciertos momentos... De lo demás prefiero no hablar; o mejor, no pensar en ello, pues me niego a reconocer alguna debilidad por y ante ella.
Despacio, como un ladrón, giro el picaporte de la puerta cuando un respingo desde el interior me sobresalta ¡Metí la pata! ¡Esperanza está ahí!
Con torpeza y nerviosismo intento dar marcha atrás, cerrar la puerta que casi he abierto y salir huyendo. Pero en el momento en que voy a hacerlo, ésta acaba de abrirse de un tirón y, entre sorprendida y asustada, Esperanza aparece en el hueco de la misma y se me queda mirando con la boca abierta, incapaz de articular palabra. No sé aún quién es el más sorprendido de los dos, pero...
¡Horror! ¡Puede que un desafortunado equívoco la esté llevando a pensar algo distinto sobre la causa de mi presencia ante su puerta!... ¡qué estúpido!... ¡y qué imperdonable por mi parte no haberme asegurado antes de que realmente hubiera salido!...
Pero ya es tarde. Me deshago en explicaciones que intentan ser coherentes. Intento ser lógico, deshacer el posible error, quitar la malintencionada causalidad que puede rodear este momento... - Ehhh... bueno.....siempre me pregunto donde podrían meterse ustedes en la sobremesa,...y ... ehhh... la curiosidad.... (¡Joder! ¡También era casualidad - me pensaba mientras notaba que el rubor atacaba mi rostro, mis manos, mis orejas. Para un día que me decido a curiosear y... ¡el cazador cazado!) - ¡Ah, eso! ¿Y por qué no lo ha preguntado antes? - me corta el balbuceo Esperanza, con una de sus más bellas sonrisas. No obstante, pese a su rostro afable, en el fondo de la voz se nota un ligerísimo temblor, causado sin duda por la sorpresa de encontrarse de sopetón conmigo a su puerta. - Si al señor le apetece - ahora aprecio, no sé por qué, un cierto tono irónico - y no le importa, puede acceder a mi humilde estancia y comprobar cómo pasa la tarde una de sus sirvientas.
Se aparta levemente de la puerta. Me trago mi orgullo y mi sentido del ridículo y penetro en la pequeña habitación que hace las veces de dormitorio y sala de estar (la verdad es que no es tan pequeña, pero en todas las novelas que he leído así se describe, y la norma es la norma). Bien arreglada, limpia. El sol entra con sus rayos de media tarde dando a la estancia una calidez acogedora de la que, en estos momentos, carecen las habitaciones principales (que si el lector ha leído atentamente las páginas anteriores debe deducir que miran hacia el este).
Me sorprenden tanto la habitación en sí como su contenido, pues es la primera vez en mi vida que entro en una de ellas. Por describirla rápidamente (la norma, no se olvide), una cama a la izquierda de la entrada, una mesa en la pared de la derecha, a los pies de ella y, en medio, la ventana, frente a la puerta que ahora se encuentra a mis espaldas. En la pared, junto a la cama,... una estantería repleta de libros. Y junto a la mesa, a mi derecha, un par de armarios empotrados. - ¿Le sorprende algo? Mi rostro debe decirlo todo. - ¿Qué si me sorprende? ¡Por supuesto! Esa estantería... tantos libros... - ¿Piensa que el servicio no lee? ¡Claro, todos nosotros somos analfabetos... ¡Por eso estamos aquí, en su casa! ¿No?
No hago caso a su cínica crítica, pese a que encierra un deje de rabia que es difícil no apreciar. No puedo resistirlo e, intrigado, me dirijo a la biblioteca bajo la mirada zumbona de su dueña. Ediciones baratas, con mala encuadernación,... pero autores selectos y muy escogidos. Poesía alemana, literatura rusa (básicamente cuentos) y bastante literatura moderna. Ahora he sido yo el que ha abierto la boca sorprendido. - ¿Le pasa algo al señor? - la pregunta me saca del momentáneo aturdimiento, me giro hacia la voz y, a la vez, mi vista recorre la pared.
Sobre la mesa, encendido, un ordenador (uno de los que les había regalado) ¡y en uso!! Nueva sorpresa. ¡El servicio lee y, además, usa el ordenador!! ¡Los untermenschenn (como los calificaba irónicamente un primo mío hace años, que ahora actúa en una importante labor democrática en las oficinas de la Comunidad) desarrollan, o al menos así lo parece, una mayor actividad intelectual que yo!!
No salgo de mi asombro, lo cual debe reflejarse estúpidamente en mi actitud. Esperanza estalla en divertidas carcajadas.
Se interrumpe un momento y, poniéndose jocosamente seria, añade: - "Estaba en Internet". - ¡Ah, ya! - me doy por enterado, aunque no tengo ni idea de lo que me habla, pero, ¿cómo voy a ser yo menos, el señor de la casa, que una sirvienta por atractiva que ésta sea?
Algo, sin embargo, en mi respuesta, debe haberle confirmado que sé muy poco de eso porque inmediatamente me invita a sentarme ante la fatídica pantalla con un "¿quiere probar?" y un gesto con la mano que hace imposible rechazar la invitación.
La situación es complicada. Ante mí, una pantalla con una serie de dibujos y leyendas que cambian continuamente... Tras de mí, como cerrando cualquier vía de escape, Esperanza.
Lo que resta de tarde se me vuelve una mezcolanza y una jerigonza indescifrables, enfrentándome a palabras nuevas, a nuevos conceptos que me hacen sentir el párvulo de mis años infantiles. Cientos de extraños nombres se mezclan mientras mis neuronas se vuelven locas intentando descifrarlos y clasificarlos adecuadamente, conduciéndome inevitablemente a una enorme empanadilla mental. Web, software, ciberespacio, chip, nick, Kruela, invoice, u264755... !!!
Esperanza, con paciencia, va intentando conducirme por este follón al que ella, familiarmente me parece, llama Red...
Cada vez que, desde detrás de mí, se inclina para indicarme qué hacer, "clickear", "arrastrar", "ratón", "grabar"..., noto la presión de sus pechos en mi espalda mientras los rizos de su pelo juegan en mi cuello traviesamente. El calor de su mano dirigiendo la mía y un leve aroma de limpieza que emana de su cuerpo...
Su presencia se me hace cada vez más irresistible, más ansiada, hasta que en un momento...
****** ******
Bueno, navegamos gracias a Internet. ¡Y de qué manera! Conocí esa tarde todos los trucos y rincones, todos los caminos insospechados por mí, la rapidez de descarga... Leí, como en un libro abierto, todo el conocimiento de Esperanza. Y bebí todo su afecto y calor.
Nos amamos con la intensidad y concentración que nace del conocimiento imprevisto, inesperado, pero inevitable.
La experiencia de Internet fue, indudablemente, maravillosa. Cuando, ya tarde, abandoné la habitación de Esperanza posiblemente no conociera demasiado de la Red, pero sí hasta el más mínimo poro de mi maestra, hasta su más recóndita peca, y sus reacciones, así como ella las mías... en un lecho frente a una pantalla de ordenador.
****** ******
Al día siguiente monté el ordenador que dormía en el despacho de mi padre, de mi abuelo... Tuve que llamar urgentemente a un técnico, lo confieso, para poder poner en marcha aquel galimatías de cables. Y ahora, de vez en cuando, navego. Cada día con más soltura, con más rapidez, con más... También conecto a veces el ordenador...
Pues si he de ser sincero, cada jueves por la tarde prefiero navegar al viento libre de Esperanza, me dejo llevar como una almadía por sus corrientes. Volamos así juntos hasta que los chips de nuestro ordenador saltan ante la modulación in crescendo del placer.
****** ******
Así conocí Internet. Así conocí a Esperanza. Así conocí cómo es ese mundo al que algunos llaman "virtual", inabarcable, inacabable. Confío en que ella siga siendo para mí la misma cosa, pero sin virtualidades, en la realidad. En esa realidad en la que los sentimientos, desbordados, me aten de modo invisible, infinito, a ella...
Como una red de redes, a la que nunca podrá sustituir esa pantalla de colorines de 17 pulgadas...
Porque ya no soy demasiado joven aunque, la verdad, no puedo quejarme en absoluto...

11.9.06

MI NIÑO... MI OBRA

Mañana vendrá mi hijo.
Como cada domingo.
Me gusta que venga. Me mantiene al día con noticias sobre el resto de la familia, sobre conocidos, amigos... Gracias a él sé si alguien desapareció con el paso del tiempo, quién ha caído en desgracia, quién se pelea con quién... ya saben, esos chismorreos que, de no ser por su visita semanal, a Mí no me llegarían hasta aquí, donde estoy.
Recuerdo la primera vez que vino. Con todo el engreimiento de su juventud, pletórico de optimismo, guapo... sí, también muy guapo, aunque algunos dicen que yo lo veo con ojos de Padre y que, en realidad, se parece a Mí.
Y puede que así sea, porque cuando lo observo sin que él se percate, la verdad es que, guapo, guapo, pues no. Su optimismo, a veces, no sé si es tal o está teñido con algo de estupidez encubierta y barnizada con el lustre de los años. Y engreído... eso sí, mucho. Siempre con una sonrisita de galán barato y continuamente hablando de sus aventuras... “que no había vino, pues ¡hala!, a cántaros; que si faltaba comida, pues venga, un montón de peces; que si uno cojeaba, que si otro...” Yo se lo tengo dicho: “Mira hijo, que esta gente no está aquí para oír tus aventuras, no los canses, por favor.” Y él, dale que dale. ¡Ni caso! Tan metido en su papel que siempre acaba sus monólogos con un sermón. Y se hace pesado, la verdad. Incluso para Mí, que soy su Padre.
Tengo una fea costumbre. Cuando empiezo a hablar me voy por donde no debo. “Atención desvaída”, dicen. Y lo siento por quien lea esto, pero... bueno, sigo.
Decía que recordaba cuándo vino por primera vez. ¡Sí, desde luego!
Acababan de ingresarme en la institución y la verdad es que, personalmente, no estaba muy contento. En realidad, bastante cabreado. Todos decían que era necesario, que me estaba volviendo insoportable, que era imposible vivir a mi lado, que ya no razonaba como Dios manda... “Doble personalidad con rasgos paranoicos”, diagnosticaron algunos (además de lo de la desvaída, claro).
“No es doble ni triple ¡Múltiple personalidad, múltiple!”, enfatizó el resabio de turno en la reunión del equipo encargado de mi estudio.
Pero estaba con lo de mi niño.
Los médicos se quedaron sorprendidos. No podían disimular su desconcierto.
“No esperábamos (otro sabihondo) que de tal palo salga esta astilla, tan, digamos, perfecta”.
“¿Cómo es posible - me preguntó en la siguiente sesión de terapia de grupo el psiquiatra del Centro - que con tu C.I..? (luego he averiguado que eso de C.I. significa coeficiente intelectual)... ¿quién es la madre?”
“Pues la verdad, respondí, es que no lo recuerdo bien. Además, tampoco importa”. Naturalmente, yo intentaba quitar hierro al tema, porque si nos metíamos en profundidades lo iba a tener crudo para explicarlo. Él sonrió... y en Mi caso es eso de la personalidad, porque hay un par de amigos que lo tienen de identidad ¡y eso sí que tiene guasa!
Bueno, dicen también que soy algo iracundo, pero yo creo que están equivocados. Es mi voz, hueca, profunda, retumbante, con personalidad, lo que les atemoriza. Y nadie tiene culpa de su voz ¿no? Pero hay uno que siempre que digo esto añade: “y los rayitos, y los rayitos”... “¡que no son rayitos! ¡que es mi aureola!”, me canso de responderle. Pero parece que alzo un poco la voz porque, cuando le contesto, no tardan en llegar dos o tres celadores que, rápidamente, empiezan a redistribuir al personal por el salón, sacándolo del rincón al que, huyendo, se han precipitado todos.
Yo creo que estoy aquí por el tema del bricolaje casero, al que soy bastante aficionado.
No, la verdad es que no soy un gran manitas, pero el niño, que no puede ver nada sin dar su opinión y poner pegas intentó, naturalmente, meter baza en la obra que estaba intentando hacer. ¡Claro, él ha sido siempre tan perfecto..!
El caso es que cuando empezó a criticar mi trabajo era, más que nada, por cuestiones de estilo.
Yo reconozco que mi nivel y facultades, que el tiempo ha ido mermando un montón, no estaban a la altura de un artesano medio, pero... y por mucho que lo intentaba, el trabajo iba lento. Me costaba ir completándolo ¡Por todos lados me salían defectos!
El niño intentaba corregírmelos, pero lo que es mío es mío y nunca he consentido que nadie meta baza. Nunca he permitido que nadie diga cómo tengo que hacer las cosas. Le miraba torvo, enseñaba los dientes y él (criaturita) se echaba para atrás temiendo un mordisco o, lo que es peor, un rayo, que en eso soy la mar de experto. Y yo seguía con el modelado. Si un temblor fortuito me sacudía mientras perfilaba un bicho.. ¡zas! le alargaba el cuello. ¡Vaya! Yo miraba y remiraba, estudiaba el resultado, pero me cansa eso de tanto observar, así que lo dejaba tal cual. Total, en el diorama que preparaba tampoco iba a desentonar tanto.
Y mientras, él, erre que erre.
- “Papi, que ese cuello no queda bien”. “Emmmm... ¿y ese bicho no pesará mucho?” “Uyssss.... ¿un cuerno en eso que parece un caballo?..”
¿Cómo le iba a explicar Yo que lo hacía porque me daba la gana y que de caballo nada, que ya se le pondría un nombre en su día?
Es muy cabezón, pero Yo lo soy más.
Mi maestro de arte y modelado le aclaraba que eso era bueno, que mediante mis realizaciones plásticas iba limando asperezas, socializándome, asumiendo realidades y modificando mi mundo, tan fantástico, hasta hacerlo coincidir con el mundo real.
Otra fue lo del libro. Al parecer, él estaba harto de que en nuestras discusiones siempre le refregase que ahora podría tener mis facultades mermadas pero que a la vista estaba que Yo era alguien importante. Y si tenía dudas, en la obra que estaba haciendo al menos había nacido un libro escrito sobre Mí (luego he investigado y he averiguado que ése y algunos miles más, pero prefiero callármelo para evitarle celos al chico).
Bueno, pues él, que de envidioso tiene un rato – aunque el psiquiatra dice que es sólo el deseo de parecerse a Mí, lo cual no acabo de comprender – acudió al poco tiempo con un regalo envuelto en papel. Y orgulloso, con su media sonrisa de “ahora te vas a enterar”, lo dejó encima de la mesa sin decir palabra.
- “¿Y eso”, le dije.
- “¿Esto? ¡Ah, sí! Un regalo. Un libro para que leas”.
- “Sabes que no me gusta leer”, gruñí.
- “Bueno, por si estás aburrido. Tú lee, lee”.
Ya lo he leído, que una cosa es no gustar y otra no saber. La dedicatoria un poco cursi:
“A mi querido Papá; sin su ejemplo, yo no sería el que soy en este libro”.
Esto... dije que ya lo he leído, pero la verdad es que no. Sé lo que pone, porque, curiosamente, yo lo sé todo. Es una facultad de nacimiento, una especie de política compensatoria por los defectos que desde entonces también arrastro.
En fin, en él el niño se hace el protagonista de la historia, pero con un desparpajo que incluso yo, su Padre, no considero normal. Es más, para llevarse todo el mérito, al final hasta se hace sacrificar. ¡Y dice que en mi Nombre! ¡Pues vaya con el niño! Ya barruntaba yo su masoquismo, pero ahora me lo demuestra a las claras.
Además, ¿por qué tanto bombo cuando todos sabemos que no lo ha escrito él, sino cuatro negros mas un refrito de textos perdidos por todos lados?
Cuando se lo comenté, se rió el condenado y me dijo que igual que Yo.
“No, hijo, no. Yo por lo menos lo dicté”, le aclaré.
“Así te ha salido” me respondió, redicho. ¡Es que no tiene remedio! Siempre quiere quedarse por encima de Uno, siempre ha querido ser más.
Recuerdo una vez que se pasó un montón de tiempo dándome la tabarra con que si la soledad, que si el aburrimiento... ¡y no se me ocurrió otra cosa que modelarle un pájaro que fuese con él a todas partes! Y lo malo es que, tan simple él, lo hizo de la familia. Así que ya somos tres: el pájaro, él y Yo.
... Otra vez me he ido por donde no debía. Perdón. Estaba con lo de mi obra, pero es que este hijo mío me revienta con sus cosas.
Tanto machacaron el chico, el maestro y todos los que pasaban por mi taller, que empecé a cansarme del dichoso trabajito. Cuando llegaba alguien nuevo al barrio siempre lo traían a verlo. Muchos se asombraban, algunos se reían...
Cuando les decía que llevaba seis años con él, hasta alguno silbaba. Bueno, en el libro que han escrito sobre Mí dicen que seis días, pero Yo creo que eso es sólo por darme más importancia y dársela ellos de paso, o un error de trascripción, o conceptual del amanuense... ¡a saber!
¡Seis años!
Y entramos en el séptimo. ¡El número mágico, el número cabalístico! Dice también el libro que el séptimo día descansé. No es cierto.
Me cansé, que no es lo mismo. Me cansé de tanta arcilla, tanta crítica, de que todo estuviera saliendo mal... Incluso esos personajillos de dos patas que hice al final para el diorama no hacían más que discutir entre ellos, pelear, disputarse todo, cualquier cosa ¡no importaba qué!
Y así no me valía. Se inventaron tantas historias entre ellos que se convirtieron en el teatrillo perenne de la barriada.
Después, esos mismos muñecos empezaron a decir que si yo era malo, que si mi hijo era más bueno, que si soy raro, implacable, egoísta, rencoroso, iracundo... De todo, pero eso no les privó de autobautizarse “Reyes de la Creación”... y encima decir que estaban hechos a imagen y semejanza Mía.
Así que una mañana, nada más levantarme, antes de que llegara el chico, - que por cierto no sé que diablos hacía todas las noches, que desaparecía hasta bien entrado el día – agarré la bola, que pesa lo suyo, y con todas mis fuerzas la lancé fuera. Estaré mal, pero fuerza tengo la suficiente. Se perdió en el aire con un sonido mezcla de silbido y retumbo... ¡y a saber por donde andará ya! Y que se las apañen los que van en ella como puedan, que yo no quiero saber nada.
Mi psiquiatra dice que este hecho era propio de personas inmaduras que son incapaces de enfrentarse a sus problemas y de tolerar las críticas: baja autoestima, megalomanía... ¡Pero es que estaba hasta las narices, tanto de las visitas como del progresivo desarrollo de mi obra!
“Esta es la gota que colma el vaso”, gritó mi niño cuando llegó a casa, enojado tanto por eso como por la beatífica sonrisa que exhibía en Mi rostro y que nunca consiguió engañarle, pese al empeño que Yo ponía en ello. Aunque le sacaba de quicio, eso seguro.
Vinieron dos días después y me ingresaron en esta residencia, que está bien, no lo niego, pero donde la gente es demasiado estirada, muy suya, por decir algo.
Ahora, el médico dice que si sumamos mi bajo C.I. y la lesión cerebral (parece que de creación) era una acción fácil de prever. ¿Qué sabrá él de la previsión? A tiro pasado, cualquiera es adivino.
Y no le creo.
Me enteré también de que un grupo de esos bichos que vivían en mi obra se había pasado y, sin consultar, me había proclamado Creador del Universo. ¡Casi nada!
Lo cierto es que la importancia que me dieron me agradaba, pero ¿cómo iba a proclamar a los cuatro vientos mi satisfacción? Hubiera sido añadir leña al fuego.
Mi profesor de artes plásticas no dijo nada. Sólo lloró como un bebé.
Le comprendo. Y es que a Mí me da que le gustaba cómo estaba saliendo mi obra y pensaba presentarla en la próxima feria de arte de discapacitados...

9.9.06

EL REGAJO

1998.
28 de septiembre.
Día de San Wenceslao.

No ha sido fácil escudriñar en ese cajón que hace algún tiempo apareció bajo el hueco de una escalera del Museo Municipal y en el que se mezcla de todo, sin orden ni concierto.
(Aprovecho la ocasión para agradecer al concejal de Cultura del Ayuntamiento, así como al archivero municipal, sus esfuerzos para que pudiera curiosear libremente entre los restos hallados).
Me ha llevado varios días descifrar las páginas siguientes, y más aún a la mortecina luz de una lamparilla sobre una mesa rodeada hasta lo inimaginable de libros y paquetes. Como me ha resultado curiosa, tanto la historia como la posible coincidencia que posteriormente voy a añadir, no me resisto a transcribir la carta. Que el que lea saque las conclusiones que quiera. Yo tengo las mías.
Al fin y al cabo el desarrollo de la Historia no es más que la concatenación fortuita de hechos que, a simple vista, parecen inconexos.

...... ...... ...... ......

“1781.
29 de junio.
Día de San Pedro.

Es noche de luna nueva.
Todo son sombras y desde el bote, meciéndose en silencio en el agua, divisamos la línea de contravalación casi a nuestras espaldas. Oímos las risas y el ruido de cacharros que anuncian que ahí, bajo la Roca, en esa explanada inmensa surcada de trincheras y fortines de sacos terreros a nuestra derecha, los ingleses se disponen a tomar un bocado.
El viento de poniente nos trae el olor a comida.
Un estómago ruge a mi lado y, por un momento, temo que el tremendo ruido nos descubra. Pero sólo son temores míos.
Somos diez, y nuestro propósito es pasar las líneas por levante en una chalupa plana, desembarcar detrás de éstas, cruzar el istmo arrasando lo que podamos y salir de nuevo al mar por la zona de Poniente. Allí no habrá chalupa que valga. Al agua y, a golpe de braza, alcanzar la playa que es parte del terreno amigo.
Cuando tomamos tierra, las posiciones del enemigo han quedado atrás.
Ante nosotros tres o cuatro casas, en una de las cuales se ve luz, unos mil metros de tierra y, más allá, de nuevo el mar que se encierra en la bahía...
Hemos llegado a las casas y comprobamos que, efectivamente, están vacías, a excepción de la que parece que, confiada por su proximidad al Peñón, luce como un faro en la oscuridad.
Dentro se oyen risas y gritos. Mujeres y hombres.
- ¡Curro – me dice Juan el Peras a la vez que me arrea un codazo en las costillas – me parece que ésta es una casa de putas!
En un susurro le contesto que así es mejor que siempre es bueno pillar al inglés con los pantalones bajados. Nunca sabe si echar mano al fusil o a los pantalones para mantener la compostura.
Se ríe casi en silencio. Preparamos las armas.
Entramos como un vendaval y arrasamos todo a sangre y fuego. Juan el Peras ríe y ríe dando mandobles con un pesado sable de caballería hasta que el mosquetón de uno de los pocos que han decidido olvidarse de los pantalones le vuela la caja de dientes.
Hay que darse prisa, antes de que los Royal Scots Fusiliers, que tienen sus cuarteles a unos quinientos metros de aquí, se despierten y decidan ajustarnos las cuentas.
En total son nueve los soldados que encontramos en la casa. Tan sólo tres mujeres, tres de las putas que pasan clandestinamente las líneas y que sirven tanto para un polvo como para una confidencia sobre nuestras posiciones. Perico el Largo y Alonso las obligan a subir al piso de arriba. No sé cómo se las apañan estos imbéciles, pero en los momentos en que más prisa tenemos les da a ellos por forzar a cualquiera que se les pone por delante. ¡Y al menos esta vez son mujeres!
Les gritamos y ellos gritan más. La confusión es enorme, pero entre el griterío oímos las trompetas del cercano cuartel de los escoceses que tocan a generala. ¡Hay que salir de aquí!
Cortamos las cabezas de los nueve galanes y, en tres sacos, las arrastramos fuera de la casa.
Al final, tan sólo tres salimos por la puerta después de poner cargas de mecha rápida en todos los rincones. Cinco de los nuestros se han quedado allí y otros dos, follando. ¡Allá ellos!
Las explosiones nos pillan casi desprevenidos a pocos metros de la construcción. Una estaca se clava en el saco que yo llevo, pero no hago caso. La adrenalina me da fuerzas y en unos cuantos minutos estamos ya lejos.
Junto a la playa del Oeste, mientras a lo lejos empiezan los cañones y morteros a tirar a ciegas contra la línea, descansamos un momento. Al frente, casi invisibles en la negrura del mar, las lanchas cañoneras de Barceló abren fuego contra los posibles asentamientos de las baterías del inglés. La bahía se llena de crujidos, silbidos y explosiones que iluminan como relámpagos la escena. El sudor me corre a chorros.
Luisillo Piernas grita de excitación.
- ¡Agua! ¡Agua!
Y se lanza como un poseso hacia un regajo que, entre unos cañaverales, desemboca al mar a unos pocos pies de nosotros.
Antes de lanzarse al agua con el macabro saco atado a su espalda, se atiborra de agua.
- ¿Tú no bebes?
- No – le contesto - es agua inglesa. De esa agua no beberé.
Se encoge de hombros y, satisfecha su sed, nos echamos al agua.
Cuesta trabajo nadar con ese peso muerto – y nunca mejor dicho - a la espalda si además el viento, aunque leve, da de cara. Pero al cabo de un rato, que para mí es un siglo, estamos sanos y salvos en nuestra orilla.
Por la mañana, el caporal de suministros nos trae nueve picas bien afiladas en su extremo y largas, suficientemente largas.
El bombardeo de la noche, mientras nosotros estábamos haciendo barbaridades, no ha causado más que ruido.
Tanto como el que ahora se está produciendo. Están enfadados porque hemos puesto las cabezas capturadas en las piquetas. Los comprendo. No es agradable ver a tus compañeros, o parte de ellos, al aire libre frente a ti, rodeados de gaviotas. ¡Pero que se jodan! Estaban en el sitio equivocado en el momento más oportuno.
Esto es terrible. Menos mal que dentro de una semana me mandan a San Roque. Y de allí, a casa, a la meseta. A seguir cuidando ovejas, que es lo mío. No me gustaría verme como ellos. Y, ciertamente, ya no me veré así...”

...... ...... ...... ......

En la colección del Gibraltar Chronicle de esa época no se registra lo que nuestro desconocido personaje narra en las cartas.
Pero sí hay una crónica (G.C. 8 de julio de 1781, pg 2) que, resumida, narra como una patrulla inglesa, dos días antes, ha emboscado entre las líneas españolas y Campamento, camino de San Roque, a una reata de bestias guiada por 3 soldados de los que uno muere en la refriega y los otros dos son hechos prisioneros. Después de matar a los animales, los dos soldados son llevados a Gibraltar. Mas ni siquiera son juzgados. Las tropas de los baluartes de primera línea los han ajusticiado.
Furiosos por el macabro castigo que días antes han recibido algunos de sus compañeros, han empalado a los prisioneros y, como pendones inertes, los han mostrado al enemigo ante uno de los baluartes dobles de la línea durante dos días. Más ha sido imposible dada la estación y la rápida descomposición que sufren los organismos con el clima de esta época.
Cuenta el narrador anecdóticamente que, sabedores de su suerte, y antes de ser ajusticiados, uno de ellos ha pedido agua con grandes gritos y signos de locura, no aceptando la que se le ofrecía, sino la de un regajo cercano cuya existencia describió con toda exactitud.
Bebió, sonrió satisfecho y sólo añadió: “Nunca digas...”.

(Artículo aparecido en “Cuadernos de Historia Moderna de la Bahía”, revista editada por la Mancomunidad de Municipios. nº 136. 20 de enero de 2001. Páginas 67 y ss.).